martes, 16 de enero de 2018

Comienzos de novelas que no llegaron a ser. 1.


Escribir una novela no es nada fácil. No ya una buena novela, que eso solo está reservado a los elegidos, sino escribir un texto dividido en capítulos que tenga apariencia de novela. Hay escritores muy prolíficos que han escrito más de veinte o treinta novelas y otros que solo han escrito un libro. Aunque la abundancia no tiene por qué ir acompañada de la calidad: hay quien escribe un montón de libros malos que no dejan huella y hay quien escribe un solo libro que se convierte en obra maestra. Esto son cosas que todo el mundo conoce. 
Quien esto escribe ha conseguido, a lo largo de los años, terminar cinco novelas, pero muchas más se han quedado en el camino. La idea para escribir una novela surge como una iluminación inesperada y puede estar motivada por cualquier cosa: una imagen, un recuerdo, una música, un paisaje, en fin, cualquier cosa. En ese momento uno lo ve todo muy claro: los personajes, la trama, el desenlace. Además está convencido de que va a escribir algo memorable y, con la autoestima por las nubes, se pone a escribir y rellena cinco, diez o quizá cuarenta folios. Entonces la narración se detiene y uno reconoce con asombro que no sabe como continuar; o advierte que todo lo que lleva escrito es una basura infumable. En mi caso, como les dije, solo han sobrevivido cinco manuscritos, que por supuesto no voy a enjuiciar, me basta con haberlos terminado. Como a estas alturas no creo que vaya a escribir nada que ocupe más de un par de folios, he decidido rescatar alguno de esos comienzos y publicarlos en el blog. Si les gustan, bien, y si no, tienen licencia para ponerme a los pies de los caballos. Pero no esperen que continúe ninguno de estos relatos, es demasiado trabajo.



ROMO

Dice Romo que en el momento del atropello no oyó el ruido del frenazo. No recuerda cuándo y con cuanta fuerza pisó el freno de su coche: solo sabe que una figura apareció de súbito ante él y luego cayó al suelo y dejó de verla y en ese momento dijo o pensó la he matado, porque de alguna manera supo que era una mujer. Bajó del coche y empezó a oír y ver a personas que se acercaban a la mujer caída con los brazos extendidos o tapándose la cara con las manos, manos tendidas que la instaban a levantarse, voces que decían no la muevan, no la muevan, llamen a una ambulancia, en tanto otros increpaban a Romo, ¿en qué iba pensando? ¿ no la ha visto cruzar? Pero Romo se queda inmóvil, mirando con estupor a la mujer que viste un abrigo verde, hasta que ella se incorpora sin ayuda y dice alguna palabra y se queda sentada en el suelo moviendo la cabeza con expresión de desconcierto. Luego acepta la ayuda que le ofrecen y se pone en pie sin torpeza, se sacude la ropa y dice creo que estoy bien. Entonces Romo parece despertar,  lo siento, lo siento muchísimo, no la he visto, ¿cómo se encuentra? Bien, dice la mujer y se vuelve hacia la gente que todavía la rodea como dando a entender que está sana. ¿Pero le duele algo? Un poco la cadera, dice ella tocándose con la mano. Vamos, la llevaré a urgencias, dice Romo de manera perentoria y la mujer le pregunta si es necesario.  Sí, sí, se lo ruego, suba al coche por favor, nunca se sabe, insiste él, aliviado al comprobar que el grupo se deshace y la gente se marcha y nadie dice nada de llamar a la policía.

En el hospital Romo espera casi tres horas mientras atienden a la mujer, pero no quiere marcharse hasta saber el resultado y si será necesario dar un parte a Tráfico o cumplir cualquier otro trámite que él ignora pero está dispuesto a asumir. Cuando la ve aparecer, al fondo de un pasillo, toma conciencia de su aspecto. Hasta entonces no hubiera sabido decir si era joven o vieja, alta o baja, o de qué color era su pelo, solo sabía que su abrigo era verde, y ahora, mientras ella se acerca, ve que es una mujer atractiva, madura, unos cuarenta y tantos, no muy alta ni muy delgada y su pelo es de un color cobrizo. 

- ¿Qué le han dicho? 
- Que no tengo nada roto -. Ella le muestra un informe en el que Romo lee: "Contusión leve en región iliaca izquierda".
- Menos mal. Pero el susto no hay quien se lo quite. Lamento mucho lo que ha pasado. 
- No se preocupe, fue culpa mía, crucé sin mirar. Estaba usted más asustado que yo.
- Sí, bueno, pero es que, ya sabe, en los atropellos siempre tiene la culpa el conductor del coche, sobre todo si la cosa es grave. Me alegro mucho de que no sea nada.
- Me han dicho que voy a tener un buen morado -dice la mujer sonriendo mientras se palmea la cadera. A Romo le llama la atención su voz grave, un poco terrosa, como de fumadora empedernida, y su manera de sonreír abriendo mucho la boca.
- ¿Dónde quiere que la lleve? ¿Al trabajo, a su casa? Seguro que iba a algún sitio y le he causado un trastorno.
- No, ninguno. Hoy es mi día libre. Además tengo que pasar por la farmacia. Me han mandado unos analgésicos y un espray por si me duele. Pero no se moleste, puedo coger un taxi.
- Por favor, faltaría más.
- Lléveme a casa, entonces, hay una farmacia al lado.

Le advierte que vive en un barrio periférico, alejado del centro de la ciudad, y a lo mejor él tiene cosas que hacer.

- No -dice Romo-, estoy jubilado, así que otra cosa no, pero tiempo libre tengo todo el que quiera.
- Ya, pero a lo mejor le esperan en su casa. 
- Tampoco, estoy divorciado y vivo solo -confiesa Romo, aunque todavía no está realmente divorciado -. No se preocupe.


Media hora después llegan a un enjambre de bloques de color gris, con las fachadas deslucidas y ropa tendida en las ventanas simétricas. Aparca el vehículo donde ella le indica y la ayuda a bajar, la acompaña a la farmacia y luego hasta su portal. Romo se despide y le da su tarjeta, dando a entender que no rehúye la responsabilidad del accidente. Ella sonríe:

- ¿Por qué no me acompaña hasta arriba? Para mayor seguridad.

Suben hasta la séptima planta y entran en un apartamento pequeño, o eso piensa Romo. A través de un pasillo estrecho se accede a la habitación principal, una salita o cuarto de estar no muy amplio, amueblado con sencillez, como si fuera el cuarto de una quinceañera. Ella le invita a sentarse en un sofá de dos plazas y le tutea por primera vez.

- ¿Me esperas un momento? Voy a cambiarme de ropa, esta está llena de polvo.

Entonces Romo se fija en cómo viste ella, aparte del abrigo verde: unos vaqueros muy ajustados y una blusa amplia estampada que lleva por fuera del pantalón, y sí, la ropa está sucia, seguramente por efecto de haberse arrastrado por el suelo después del atropello. Vuelve cubierta con una especie de túnica, un vestido amplio y suelto que le llega casi a los pies, algo para andar por casa, piensa Romo, y advierte que se ha quitado los zapatos y anda descalza y no parece resentirse del golpe. De un armario saca una botella de vodka y dos vasos y se sienta junto a él. 

- Después del susto necesito algo fuerte. ¿Me acompañas?

Romo, que apenas bebe, es incapaz de negarse, bastante suerte ha tenido de que no se haya producido una desgracia, así que acepta el vaso de licor y se dice que dará dos o tres sorbos para cumplir y luego se despedirá, porque ya no hace nada allí y empieza a tener ganas de irse. 

Pero a ella le apetece hablar y contarle cosas: es peluquera y trabaja en una peluquería, en aquel mismo barrio, y vive sola desde que se separó de su pareja, un hombre casado que nunca se decidió a divorciarse de su mujer. Fueron pareja casi tres años, hasta que un día, sin previo aviso,  él dijo que era mejor dejarlo. El muy cabrón, dice ella, no le supliqué, le dejé marchar porque era un calzonazos y un hijo de puta que nunca había estado enamorado de mí y todo había sido una gran mentira. Solo estuve jodida un mes, ahora ya ni me acuerdo. Luego le pregunta a Romo desde cuándo está divorciado y él, antes de responder, constata con alarma que ya se ha bebido dos vasos de vodka.

En ese instante Romo siente extrañeza, como si de pronto se abriera una ventana de luz que le permitiera comprender mejor lo que está ocurriendo, o no comprenderlo, porque ese es el caso, que no entiende por qué está en aquella habitación con una mujer desconocida, aunque, ahora, sea capaz de reconstruir la secuencia de los hechos con más claridad, sin el aturdimiento de lo imprevisto: atropello, conmoción, hospital, alivio, largo viaje, mujer, vodka. 

- Bueno, en realidad todavía no estoy divorciado. Lo estaré, supongo, dentro de poco. De momento lo único que ocurre es que mi mujer me ha abandonado -dice Romo con cautela.
- ¿Cómo que te ha abandonado? ¿Quieres decir que tu mujer se ha pirado sin avisar, así, por las buenas?
- No, no. Me avisó, pero la verdad es que me cogió un poco por sorpresa.
- Qué vida más perra -dice ella moviendo la cabeza. Luego, como desinteresada del asunto, examina la bolsa de la farmacia -. Esto es lo que me tengo que poner en el golpe, ¿no?
- Sí -dice Romo reconociendo el producto-. Es un espray de ibuprofeno, es lo que ponía yo a los chicos del equipo de futbol de mi Instituto.
- Ah, ¿eres entrenador o profesor de educación física?
- No, qué va. Soy profesor de Filosofía, o era, mejor dicho. Lo que pasa es que siempre me ha gustado el deporte y a veces acompañaba al equipo.
- Pues si eres un experto aplícamelo tú - dice la mujer. Le entrega el bote a Romo y al mismo tiempo se levanta la falda y se recuesta para mostrar la cadera izquierda.

Romo ve la cadera y el hematoma, pero también ve las bragas rojas y el culo esférico de la chica y se queda paralizado, más aún cuando ella, para facilitar la aplicación, se baja un poco las bragas de forma que la lesión queda más accesible. Casi se le cae el espray a Romo. Acto seguido aprieta con fuerza el pulsador difundiendo una nube micronizada de ibuprofeno sobre la cadera desnuda. Después empieza a extender el medicamento con la palma de la mano sobre la zona lastimada, lo que le provoca una inmediata aceleración del ritmo cardíaco. Por su parte, ella parece sentir un escalofrío y cierra los ojos, y  Romo, investido de una audacia desconocida, comienza a extender el masaje hacia zonas no afectadas, o sea, empieza a acariciar el culo de la mujer quien lejos de sobresaltarse emite una especie de ronroneo de satisfacción. De súbito, levanta la cabeza y dice:

- ¿Me estás metiendo mano?

Romo retira la mano como si hubiese sufrido una descarga eléctrica y murmura alguna excusa. Pero ella sonríe, le retiene la mano, se acerca más a él, le acaricia la cara y le ofrece su boca para que la bese.

Romo actúa de forma correcta a pesar de que lleva meses sin hacer el amor. Piensa que el cuerpo de la mujer es gloriosamente carnal y proporcionado, aunque desprovisto de las sutilezas estilísticas de la juventud. Le gustan sus pechos ahusados que parecen dos pequeños delfines emergiendo del agua. Hacen el amor en el pequeño dormitorio contiguo. Romo procura mostrarse variado y experto, aunque es ella quien toma la iniciativa de una manera muy sensual pero también lúdica, y Romo piensa que la mujer hace el amor sin dramatismo y que es muy raro follar sonriendo como lo hace ella.

Romo se despierta sobresaltado sin saber donde se encuentra: está desnudo en una habitación extraña junto a una mujer desconocida, también desnuda, con la que ha hecho el amor después de haberla atropellado. Estas cosas no ocurren, piensa. Mira la hora con alarma y comprueba que solo ha dormido una hora. Encuentra el baño sin dificultad y orina sin perturbaciones prostáticas. Vuelve al dormitorio y empieza a vestirse en silencio.

-¿Ya te vas? -dice ella.
- Sí, tengo que irme. 
- ¿Me llamarás algún día?
- Por supuesto, lo haré.
- ¿Te ha gustado?
- Ha sido estupendo.
- La culpa la ha tenido el ibuprofeno.
- ¿Cómo? Ah, sí, claro, el ibuprofeno. ¿Te sigue doliendo?
- Solo un poco. ¿Tienes mucha prisa?
- No, en realidad no mucha.
- No te vistas todavía, túmbate un ratito a mi lado, que no hemos hablado nada. ¿Te importa?
- No, no me importa nada.
- Así, abrázame, siempre me pongo muy mimosa después de follar.
- Tienes un cuerpo estupendo.
- No exageres. Oye, no creas que soy una puta.
- Claro que no.
- Bueno, por si acaso. Soy una chica normal y me acuesto con quien me apetece. ¿Te parece mal?
- Me parece muy bien. 
- Es que me has gustado, joder. ¡A pesar de que casi me matas! -ríe-. Bueno, cuéntame cosas de tu vida. Eres profesor de filosofía. Debe ser muy bonito enseñar.
- Es una vocación. He dedicado a ello casi toda mi vida, a pesar de lo mal pagados que estamos. Pero la verdad es que la enseñanza compensa.
- Te habrás pasado la vida estudiando.
- Sí, he tenido que leer muchos libros.
- A mí siempre se me dieron fatal los estudios. Era una vaga. Por lo menos tengo la EGB. Contigo podría aprender muchas cosas-. Hace una pausa y dice en voz baja-: Cariño, si me sigues tocando me voy a poner a tono otra vez.
- ¡Perdón, perdón, no era mi intención! Además no creo que yo pueda...
- Tú dices que no, pero tu polla dice lo contrario.
- ¡Qué cosas, no he hecho el amor dos veces seguidas desde que estaba en la universidad!
- Pues parece que hoy te toca -dice ella.
Al regresar a su casa y encontrarla vacía, Romo se sume en el dulce recuerdo  de su inesperada aventura. Solo le inquieta una cosa: ¿Por qué se ha hecho pasar por profesor de filosofía si en realidad es profesor de educación  física?