domingo, 10 de enero de 2016

Bailén-1966 (y 4)


Me prestan una cámara de fotos, es la primera que tengo en mis manos. La primera buena, quiero decir, no esos juguetitos que te regalan de pequeño. No tengo ni idea de cómo funciona, pero no me preocupa. Tengo confianza en mi visión del encuadre aunque no lo haya experimentado nunca, sé de manera instintiva como debo visualizar y componer una escena. A lo mejor me estoy sobrestimando. Veremos. Me lanzo a hacer fotos de las calles de Bailén. El problema es que el pueblo es feo y sus calles están siempre vacías. Tengo que buscarme un modelo. Lo encuentro enseguida: Manolo es un chico de la academia. Alto, muy delgado, simpático, unos 18 años. Acepta encantado y nos vamos a hacer fotos por el pueblo, en la iglesia, en el campo. Además de hacer fotos hablamos, es un chaval muy inteligente y con una gran curiosidad por todo. Le cogí afecto. 

A los pocos días Antonio me comenta que hay un tema delicado.

- Mira, es acerca de esas excursiones fotográficas que haces con Manolo.
- Sí, ¿qué pasa?
- Bueno, como puedes comprender este es un pueblo pequeño, y la gente habla...

Tardo en comprender y luego me entra una risa incontenible.

- ¡No me jodas, Antonio! ¿Lo dices en serio?
- No, si yo ya sé que tú eres intachable, pero quería decírtelo porque la maledicencia es muy dañina.
Ahora estoy cabreado.
- Tócate los cojones. ¿Y ahora qué? ¿Tengo que dejar de hacer fotos?
- Procura hacerlas sin el chaval

Manolo estudió Medicina y se hizo cirujano. Años después me lo encontré en La Paz, era residente de cirugía. Se alegró enormemente de volver a verme. Nos cruzábamos casi todos los días. Un día le dije:

- Mira Manolo, no sigas llamándome don Manuel, porque aquí suena raro. Llámame doctor Casanova, o Manuel. ¡Y háblame de tú, joder, que somos colegas!

El mes de julio es de gran conmoción en el pueblo porque Paquita Torres ha ganado el título de Miss España. Una chica humilde, nacida en Bailén, que trabajó como camarera  en el Parador de Málaga, ha alcanzado tan alto galardón. Posteriormente sería Miss Europa y candidata a Miss Universo. El pueblo se moviliza: entre sus múltiples compromisos, la miss ha hecho un hueco para visitar su pueblo natal. Se prepara un gran recibimiento. El alcalde me invita a la cena homenaje y Antonio me pide que le ayude a redactar el discurso que pronunciará la chica. En un par de noches lo dejamos terminado. Queda bien, sencillo y sin demasiados lugares comunes.

Ahora estoy sustituyendo a Paco, el pediatra, que se ha ido de vacaciones. Llegué aquí en marzo y ya no quedan más médicos que sustituir. Cuando vuelva el pediatra regresaré a Madrid. Hay mucho trabajo. Una epidemia de gastroenteritis, unida al intenso calor, hace que  los niños se deshidraten con facilidad; en el pueblo, el suero no se administra por vía intravenosa, hay que inyectarlo bajo la piel y los niños lloran. 

Me llaman del ayuntamiento porque un paciente mío se ha vuelto loco y amenaza al personal con una navaja. Entro en la sala y me parece entrar en el plató de una película de terror. Mi paciente es un obrero de la construcción, un hombre demacrado y de pelo ralo. Es un esquizofrénico que  con medicación lleva una vida tranquila. Pero ahora esta excitado y tembloroso, acorralado en un rincón empuña una navaja con la que traza círculos en el aire. Está rodeado, a prudente distancia, por tres funcionarios municipales, el alcalde y dos números de la Guardia Civil dispuestos a intervenir. Hablo con él y me reconoce, le digo que tengo que ponerle una inyección y, tras un momento de vacilación, acepta. De mi maletín extraigo una jeringa y la cargo con Largactil. A pesar de las advertencias de cautela de los guardias, me acerco al hombre. No ha soltado la navaja, pero sé que no va a agredirme. Con docilidad acepta la medicación que le inyecto en una vena de su brazo; poco después sus ojos se cierran y se desploma dormido. Fin de la representación. El alcalde me llena de elogios. No tiene por qué. Es un enfermo, y los enfermos confían en sus médicos. Si han sabido ganarse su confianza, claro.

Paquita Torres desfiló en un coche descapotable ovacionada por los bailenenses, hubo actos oficiales en los que se la entregaron regalos y el agasajo culminó con la cena de gala, en la que Paquita leyó el discurso que le habíamos preparado Antonio y yo. Luego hubo baile y, a pesar de mi torpeza en esas lides,  me vi obligado a bailar con la miss.

Uno de los notables del pueblo quiere que asista el parto de su mujer, a lo que no me puedo negar a pesar de que mi experiencia en obstetricia es cero. Hablo con la comadrona y le manifiesto mi desconocimiento. Ella se ríe:

- No te preocupes. Es una multípara y los niños salen solos. Yo estaré allí haciendo el trabajo y tú haces como que diriges la operación. Así te sacas un dinerito.
- Me parece una estafa despreciable.
- Si dices que no, los vas a decepcionar. Ella está muy ilusionada. Al menos la teoría te la sabes, ¿no?

El parto, como había previsto la comadrona, se desarrolla sin incidencias. Yo estoy en mi papel y digo frases técnicas: "Muy bien, Eulalia. Ahora proteja el periné". Creo recordar que fue una niña gordita.

Es prácticamente mi última asistencia en Bailén. Paco, el pediatra,  ha vuelto y yo debo regresar a Madrid. Antonio me hace sugerencias:

- ¿Por qué no te quedas? La gente te conoce, tienes un nombre. Martín se va a jubilar dentro de poco y puedes solicitar su puesto.
- Tengo que volver al hospital, Antonio, y ampliar mis conocimientos. 
- Es posible que en el hospital aprendas una medicina más científica, pero no más humana. El verdadero contacto con el pueblo está aquí.
- Puede que tengas razón. Voy a echar de menos todo esto. Pero me tengo que ir.

Muchos años después, en un viaje a Málaga, me detuve en Bailén. Todo estaba cambiado, caminé por un pueblo grande con hoteles y avenidas. Apenas pude reconocer algunas calles.