viernes, 8 de enero de 2016

Bailén-1966 (3)

Gabriel y su sobrina


Pedro, otro de los médicos, me invita a cenar a su casa. Me pide que le sustituya otros dos meses cuando termine lo de Martín. Quiere aprovechar para operarse de hemorroides. No sé qué contestarle. En principio yo contaba con estar fuera de Madrid solo dos meses, he dejado cosas pendientes y no quiero alejarme del Hospital Provincial. Le digo que tengo que pensarlo. Pedro es buena persona y buen médico. Al día siguiente, al recoger el correo, veo una carta que me sobresalta. Reconozco la letra de mi ex novia. ¿Cómo ha podido encontrarme?

Esa noche le leo algunos poemas a Antonio. No le hablo de ella, pero él adivina que hay alguien detrás de esos versos atormentados. Le gusta lo que escribo, no por su corrección formal, supongo, sino por la intensidad. Me riñe. No quiere que emplee expresiones escabrosas, como "enterrar el semen frio de mi esperanza", o "despertar de un mal sueño absurdamente potente". No lo dice por moral, claro, sino por delicadeza literaria. No contesto a la carta. Sigo mi rutina.

Veo una señora muy bien vestida en la sala de espera. Al salir un paciente se me acerca:

- Doctor, ¿puedo hablar un momento con usted? Soy la señora de Santos.

José Santos es el notario. No lo conozco, nadie me lo ha presentado. Le digo que pase.

- Doctor, vengo a hablarle de los testículos de mi marido.

Me aguanto la risa y voy a visitar al notario. Un hombre grueso, con poco pelo y un bigote como una línea de hormigas. Es simpático, sabe tratar a la gente. Nos tuteamos enseguida. Pasamos a una habitación, donde no entra su mujer, y examino sus testículos. Una orquitis clara. Le toco el cuello y le pregunto si ha padecido paperas. Me dice que sí. Las orquitis y las paperas suele producirlas el mismo virus, pero no siempre. Le receto antiinflamatorios y le recomiendo que use un suspensorio mientras tenga inflamado el escroto. Me paga en metálico. La misma cantidad que cobran los otros médicos

Además de con el grupo de Antonio me relaciono con Lucas, el hijo del farmacéutico, que es de mi edad y acaba de terminar la carrera. Es el único que tiene coche, un 600, al que ha cubierto de pegatinas deportivas. A veces vamos a bañarnos, junto con otros chicos, a un embalse cercano. Por la tarde paseamos por la alameda con las chicas del pueblo. Pasear por una calle, arriba y abajo, por un parque o por un paseo, era muy frecuente en los pueblos y ciudades pequeñas. Era una forma de acercamiento entre chicas y chicos cuando no existían discotecas o lugares de encuentro. Recuerdo una niña que siempre se ponía a mi lado y me sonreía. Pero no estaba yo para escarceos.

La segunda carta de mi ex novia llega una semana después. Piensa que voy a volver pronto a Madrid y quiere que nos encontremos. Hablo con Antonio, se lo cuento todo. No sé qué razones le doy ni cómo justifico mi actitud, soy incapaz  de recordarlo. Todo gira en torno a la destrucción, al amor que destruye, es la única idea a la que puedo aferrarme, la única que me explica a mí mismo. Antonio me pregunta si mi decisión de cortar con ella estaba justificada. Le digo que sí. Él mueve la cabeza y me dice: aguanta. Al día siguiente le digo a Pedro que le sustituiré otros dos meses.

Antonio me ofrece dar una clase de Ciencias Naturales en su academia. Acepto. Insiste en pagarme un modesto salario. Lo rechazo, le digo que si me paga no doy clase. La vida es rutinaria en Bailén, pero no me quejo. Me estoy serenando.

De vez en cuando algo se sale fuera de lo común. Me despierta temprano Gabriel:

- Venga, por favor. No conseguimos que Don Antonio se despierte.

Entro en la habitación de Antonio, le tomo el pulso. Es lento, pero regular. Le sacudo. Imposible despertarlo. Su aliento huele a alcohol. Entonces veo en el suelo una caja de barbitúricos. Examino el blíster: faltan tres comprimidos. Bueno, no es una dosis alta. No hace falta hacer nada extraordinario. Le dejo dormir y digo a los de la pensión que lo vigilen y me avisen si es necesario. Duerme varias horas más. Cuando despierta, me siento en su cama y agito la caja de barbitúricos delante de sus narices.

- ¿Qué pretendías?
- Descansar.
- ¿Descansar para siempre?
Sonríe.
- No hubiera estado mal. Pero hubiera tenido que tomarme todas las pastillas.
Estoy cabreado.
- Oye, si te quieres quitar de en medio, hazlo. Pero espérate a que me marche de Bailén.

Sigue la rutina. Un día pasa por Bailén un obispo y se detiene para saludar a Antonio. No sabía que los obispos podían ser tan jóvenes. Es un tío guapo de unos 50 años. Se encierra a hablar con Antonio en el comedor. Luego se reúne con todos, la gente de la pensión le ofrece un aperitivo. Más tarde hablo yo solo con el obispo, no sé cómo, pero hablo a solas con él. Le digo que no tengo fe.

- Le ocurre a muchas personas -me dice.
- ¿Qué hay que hacer?
- Nada. La fe no es algo que pueda ejercitarse. Se tiene o no se tiene.
- Un sacerdote me dijo que rezara mucho, que comulgase con frecuencia. Pero no puedo hacerlo.
- Ni debes. Comulgar, ir a misa, rezar, sería una hipocresía hacerlo si no lo sientes dentro de ti. Simplemente, espera. Sé honesto. Si algún día necesitas volver a creer, lo sabrás.
 No volví a ver a aquel obispo ni recuerdo cuál era su diócesis.