25
MADRID,
12 DE SEPTIEMBRE
El
señor Osborne se despertó muy temprano. Permaneció acostado largo rato
escuchando el trinar de los pájaros y los escasos ruidos que provenían de la
calle. Esperó hasta que su reloj de pulsera marcó las siete. Entonces se levantó
sin hacer ruido. La habitación estaba sumida en una suave penumbra a la que el
señor Osborne ya se había habituado durante la espera. Se vistió con rapidez,
salió al pasillo y se encerró en el cuarto de baño. De regreso al dormitorio se
detuvo ante la cama de Silvia. La muchacha dormía boca a abajo, abrazada a la
almohada. Se ofrecía a la contemplación del señor Osborne un escorzo de su
cuerpo apenas cubierto por el camisón. No la miró más allá de unos segundos y,
procurando evitar el crujir de la madera, se acercó a la cuna. El niño estaba
dormido. Se había despertado tres veces durante la noche y Silvia había
atendido sus necesidades. El problema consistía ahora en mover al bebé sin que
se despertara. Con sumo cuidado intentó levantarlo, pero el pequeño lloriqueó y
el señor Osborne se quedó en suspenso. Luego, al ver que cerraba de nuevo los
ojos, lo depositó con delicadeza sobre la cama. Algo hizo que se volviera y
descubrió a Silvia sentada en la cama mirándole. El señor Osborne la observó un
instante y ella sonrió con acento de disculpa. Con movimientos precisos levantó
la colchoneta de la cuna y sacó el paquete alargado que aún seguía envuelto en
el mismo plástico. Giró de nuevo la cabeza, pero Silvia ya no le miraba,
parecía vigilar atentamente al niño. Fue hasta el otro extremo de la
habitación, sacó del armario una bolsa de viaje y guardó en su interior el
paquete. Miró hacia atrás y comprobó que la muchacha había devuelto el niño a
su cuna. Sentada en la cama, seguía sonriéndole con sumisión. El señor Osborne
hizo un breve gesto de despedida y salió de la habitación.
Le
cegó la claridad del día. El cielo, de un azul intenso, estaba limpio de nubes
y el sol reverberaba en los muros enjalbegados de las casas. Anduvo unos
minutos orientándose por el ruido del tráfico hasta salir a una amplia avenida.
Paró un taxi y ordenó al conductor que le llevara al aeropuerto. El coche le
dejó en llegadas internacionales, cruzó rápidamente el hall y se dirigió a los
lavabos. Esperó a que el recinto estuviera vacío y acto seguido se encerró en
uno de los retretes, Se quitó el traje que llevaba y la corbata y lo guardó
todo en la bolsa, de la que extrajo un uniforme azul, una corbata negra y una
gorra. Se vistió con presteza y poco después pudo verse a un comandante de las
Scandinavian Airlines salir de los lavabos. Cruzó de nuevo el vestíbulo, esta
vez sin apresuramiento, llevando consigo el bolsón de viaje y se dirigió a la
salida. Tomó de nuevo un taxi y pidió ir a un hotel céntrico. Si en el viaje
anterior el señor Osborne no había despegado los labios, esta vez, a pesar de
su escaso conocimiento del idioma, hizo comentarios comparando el clima de
Madrid y el de Estocolmo y sobre la ajetreada vida de los pilotos.
Una
vez en el hotel, se dirigió en inglés al recepcionista y le interrogó sobre la
tripulación sueca que estaba alojada allí. El empleado movió con gesto
dubitativo la cabeza y, tras consultar el registro, confirmó al señor Osborne
que allí no había tripulación alguna ni existían reservas al efecto. Cabeceó el
señor Osborne y masculló algo sobre una maldita confusión. Terminó pidiendo una
habitación para dos noches. Cuando el recepcionista solicitó su pasaporte, el
señor Osborne se palpó los bolsillos, repitió los cabeceos y dijo que debería
estar en otra maldita maleta y en otro maldito hotel con el resto de la
tripulación. Aseguró que en cuanto pudiese localizar a su grupo se lo
entregaría. El empleado aceptó la excusa y le entregó la llave. El señor
Osborne entró en la cafetería y pidió un desayuno inglés que consumió en poco
tiempo. Luego se dirigió a los ascensores y subió a su habitación del séptimo
piso.
Veinte
minutos después volvió a bajar, dejó la llave en recepción y salió al exterior.
El recepcionista no podía saberlo, pero para entonces la bolsa de viaje del
olvidadizo piloto sueco había perdido una parte considerable de su peso. El
señor Osborne se alejó del hotel a paso vivo y, al poco, aminoró la marcha
seducido por la tibieza de la mañana. Caminó despacio por el andén lateral de
la gran avenida, contempló con agrado el amarillear de los árboles, y, casi por
primera vez, tomó conciencia de que se hallaba en España, un nombre que
despertaba en su interior lejanos sentimientos. La primera parte de su misión
había concluido y aunque existía una segunda -más difícil y decisiva-, no sabía
con exactitud en que momento habría de iniciarse. Y eso era peligroso. El señor
Osborne se daba cuenta de que la inactividad le hacía vulnerable a los
recuerdos. Peligroso, muy peligroso. Por ello, trató de no considerar una
descabellada ocurrencia que acababa de cruzar por su mente. Sin embargo era muy
improbable que volviese a Madrid alguna vez. Entonces, ¿por qué no aprovechar
la ocasión? Las probabilidades de que aquello interfiriese en la misión eran realmente
escasas. Ante la parada de taxis se detuvo indeciso y trató de desproveer de
toda afectividad al dilema. No lo consiguió. Otro signo de vejez, se dijo, no
soy capaz de pensar fríamente. Admitida así la derrota no tuvo ya mayor
problema en abrir la portezuela, acomodarse en el taxi y ordenar al conductor
que le llevase a un lugar del Madrid antiguo.
No
sabía con certeza adonde dirigirse y admitió la posibilidad de no encontrar lo
que se había propuesto. El tiempo hacía borrosos los recuerdos. El coche le
dejó en las cercanías de la Plaza Mayor, el único punto de referencia que
poseía, y allí trató de orientarse. Callejeó por los alrededores, leyendo con
dificultad los nombres de las calles sin dar con la que buscaba. A la vista de
la poca efectividad de sus pesquisas decidió preguntar -no sin cierta
prevención- a un agente municipal, que le atendió con inesperada solicitud, lo
que no dejó de sorprenderle, hasta que recordó que iba vestido de uniforme. El
guardia aclaró al señor Osborne que la calle en cuestión había cambiado de
nombre y le explicó con profesionalidad cómo encontrarla.
Resultó
ser una calle corta y estrecha. El señor Osborne la recorrió varias veces y
leyó con atención los rótulos de los establecimientos, pero ninguno de aquellos
nombres tenía significado para él. Entró en el único bar de la calle y pidió
una cerveza. Le sirvió un muchacho joven y el señor Osborne vaciló antes de
hablar.
-¿Sabe
si existe o existía en esta calle un sitio llamado Cervecería Amberes?
-No
señor -replicó el chico-, pero le puede preguntar a mi padre. Ahora le aviso.
El
dueño del bar era un hombre calvo y sonriente. El señor Osborne repitió la
pregunta.
-¿Cervecería
Amberes, dice usted? Pues no caigo.
-¿Lleva
mucho tiempo viviendo aquí?
-¿Que
si llevo? Figurese, la taberna la puso mi padre.
-El
propietario de la cervecería era extranjero. Se llamaba Hoffman.
-¿Hoffman?
¡Calle, ya sé quien dice! Usted habla de la señora Sofía, la del 15, que el
marido era extranjero y lo mataron. Era yo un chaval, pero aún me acuerdo. Fue
muy sonado.
El
señor Osborne notó una sensación parecida a la falta de aire, pero su expresión
no cambió.
-Si
hombre, ya me acuerdo -siguió el tabernero-. Tenían un bar, como usted dice,
pero no en esta calle sino en la paralela. La señora Sofía lo vendió al poco de
ocurrir lo de su marido. Luego tiraron la casa y construyeron un edificio
nuevo.
-¿Sabe
usted si es posible encontrar a la señora Sofía?
-Pues
claro. Vive en esta misma calle, ya le digo, en el 15. Creo que es el segundo
izquierda.
El
señor Osborne agradeció la información al tabernero y durante un rato soportó
con cortesía su locuacidad. Localizó si dificultad la casa y el piso y pulsó el
timbre con decisión. Salió a abrir una joven, casi una adolescente, de melena
lisa y grandes y confiados ojos azules.
-¿Qué
desea?
-Quisiera
hablar con la señora Sofía. ¿Es posible?
La
muchacha le miró con suspicacia, extrañada de su acento más que de otra cosa.
Se volvió hacia el interior y dijo:
-Abuela,
te busca un señor.
El
señor Osborne calculó que la mujer que vino a su encuentro tendría más o menos
su misma edad. Aún era una mujer atractiva. En sus ojos había un destello de
arrogancia que sorprendió al anticuario.
-Usted
dirá.
Absorto
en la contemplación, el señor Osborne no parecía dispuesto a hablar, pero, al
percibir la extrañeza de la mujer, dijo en voz baja:
-Sofía,
soy Peter... Peter Hoffman.
26
FOR THE GOOD
TIMES
La
macroestructura acristalada de la Seymour & Davidson se alzaba en la zona
norte de La Castellana. Las gigantescas letras iluminadas del anagrama S &
D eran familiares en la noche madrileña. Se me antojó simbólico mi acercamiento
a la mole de acero y cristal, pero procuré desproveer de todo sentido épico a
mis actos y concentrarme en la sencilla idea de que iba a saludar a un amigo.
Imaginé que en días de trabajo hormiguearía en el interior del edificio un
ejército de empleados, pero aquella mañana de sábado sólo un solitario
vigilante armado, que no disimuló su extrañeza ante mi lamentable aspecto,
acudió a mi encuentro.
-Quisiera
ver al señor Sinclair.
-Las
oficinas están cerradas.
-Sí,
pero el señor Sinclair está aquí. Me han informado en su casa.
-¿Quiere
darme su nombre?
Se
lo di y el vigilante se retiró y habló a través de un teléfono interior.
-El
señor Sinclair le recibirá. Su carné de identidad, si hace el favor.- Anotó mis
datos y me devolvió el carné y una tarjeta de control-. Póngase esto, por
favor. Piso catorce, ala norte, despacho 216. Por aquellos ascensores.
El
ascensor ascendió con un suave susurro y sólo mi estómago acusó la disparatada
velocidad del artefacto. Frenó con dulzura y mis vísceras se reorganizaron.
Salí a un hall que se prolongaba en dos interminables corredores a derecha e
izquierda. Elegantes rótulos de letras doradas indicaban: North Side y South
Side. Puse rumbo norte y me adentré en el corredor. El silencio era tan
sobrecogedor como la soledad. Mis pies se deslizaban sin ruido sobre gruesas
alfombras y en los recodos encontré mesas vacías que imaginé ocupadas, en los
días de labor, por eficaces secretarias. Avisté al fin una puerta marcada con
el número 216 y entré sin llamar. Una secretaria de mediana edad se levantó a
recibirme con expresión solícita.
-¿Señor
Sánchez? Pase, por favor.
Empujó
otra puerta que, al abrirse, descubrió la figura de Jorge Sinclair.
-Adrián,
qué sorpresa.
-¿Qué
tal Jorge? Cuánto tiempo sin vernos.
-En
efecto. Pero hombre, ¿qué te ha pasado?
-Un
pequeño accidente.
Nos
fundimos en un abrazo y nos palmeamos la espalda, mientras la eficiente
secretaria sonreía a media boca y salía de la habitación dejándonos solos. El
despacho era un derroche de piel y maderas nobles. La mesa era de caoba maciza
y las estanterías de madera y cristal. Había en un ángulo un tresillo Chester
de color burdeos y de las paredes, también forradas de madera, colgaban cuadros
de firma. Todo indicaba que mi amigo Sinclair tenía un rango elevado en la
compañía. A Jorge lo hubiera reconocido en cualquier lugar: estaba algo más
grueso y su pelo se había agrisado, pero sus piernas cortas y separadas, su
cuerpo trapezoidal, casi sin cuello, y su cabeza en forma de pera no eran
materia de confusión. Sobre todo persistía en mi memoria aquella mirada lúcida
y dura que desconcertaba a los que pretendían mofarse de su poco agraciado
físico.
-Bueno,
bueno, el viejo Adrián. Siéntate, hombre. ¿Quieres un whisky? Tengo un Malta
especial.
-Prefiero
ginebra -dije sentándome en uno de los sillones.
-Ah,
pues la ginebra que tengo es nacional.
-Esa
es buena, Jorge. Antes sólo bebíamos ginebra a granel.
-Es
verdad. Creo que no he vuelto a beberla desde entonces. Aquí tienes.-Me alargó
un vaso tallado y añadió-: For the good times.
-For
the good times -contesté repitiendo la antigua fórmula de cuando la
pedantería nos hacía brindar en inglés por los viejos buenos tiempos.
-Creo
que no te veía desde tu boda -decía Jorge-. ¿O no estuve en tu boda?
-No,
nos vimos después, en una cena.
-Cierto.
Al que he visto hace poco es a Escudero, ¿te acuerdas de Escudero?
Surge
le conversación trabada de recuerdos, de noticias, de nombres ausentes, sin
esfuerzo, como si el tiempo apenas contase. Veo a Jorge feliz, su expresión es
relajada e intuyo que distinta a la cotidiana. Lo veo contento de verme, de
hablar conmigo y me pregunto qué estoy haciendo aquí, si él sabe a qué vengo y
por qué debo romper este momento. Los vasos se agotan y Jorge los rellena
mientras rememora alguna fabulosa hazaña. Hay de pronto un silencio, un remanso
en la conversación, y Jorge me mira con sus ojos duros y lúcidos y apenas
sonríe.
-Bueno
chico, estoy encantado, pero me has cogido hasta aquí de trabajo. ¿Por qué no
cenamos juntos una noche de estas y seguimos hablando?
Comprendí
que era necesario abandonar el pasado. Sinclair también lo sabía y me forzaba
suavemente a ello.
-En
realidad, tengo que hablar contigo de un asunto muy concreto. Un asunto
urgente, Jorge.
-Muy
bien, tú dirás.
-Estoy
metido en un buen lío, Jorge.
-¿Un
lío de faldas, de dinero...?
-No,
no es nada de eso -aferré con ambas manos mi vaso y agregué -: Tú sabes a lo
que he venido, Jorge.
Me
miró con curiosidad sin afirmar ni negar nada, bebió un sorbo de whisky y
pareció esperar a que yo continuase.
-A
qué andarnos con rodeos, Jorge. Somos amigos. Sería estúpido andar con
fingimientos. Hay una especie de juego en el que yo estoy metido y del que tú
también formas parte.
Alce
los ojos para observar su rostro. Su expresión no había variado. Dejó pasar
unos segundos y se reclinó en su sillón con el vaso en la mano.
-¿Qué
te hace pensarlo, Adrián?
-Bueno,
hay una serie de hechos que me han llevado hasta ti. Si no los hubiera, si yo
no tuviera la certeza de que tú estás implicado, no estaría aquí proponiéndote
adivinanzas. Si no sabes de qué estoy hablando o no quieres darte por enterado,
no insistiré. Habremos tomado unas copas y en paz. ¿Qué me dices?
-Lástima
-movió una mano con aire resignado y concentró su atención en el fondo del
vaso-. Hubiera preferido que esto fuera únicamente una reunión de antiguos
compañeros. Pero tienes razón, hay que afrontar los hechos aunque no sean tan
agradables, Adrián.- Permaneció unos instantes en silencio y luego me miró con
una expresión distinta -: Voy a proponerte algo. Vete de aquí, desaparece,
regresa a tu casa.
-¿Que
me vaya? ¿Así, sin más?
-Eso
es.
-¿Y
no me ocurrirá nada? Quiero decir...
-Yo
garantizo tu seguridad -dijo Jorge con firmeza.
-Eso
quiere decir que a nadie le va a inquietar lo que he averiguado, o simplemente
el hecho de que esté vivo.
-Precisamente.
-¿Y
la policía?
-Todo
puede arreglarse.
-Realmente
tu proposición es muy generosa, Jorge. No pensé que todo resultara tan fácil
-dije, y Sinclair no consideró necesario hacer ningún comentario. Pero para mí,
las cosas no estaban tan claras.- Todo esto es un poco desconcertante, ¿sabes?
Estos últimos días han sido de gran tensión. Me han ocurrido muchas cosas, me
han golpeado -señalé vagamente mi rostro-, he tenido miedo, ha muerto gente...
y tú me pides simplemente que me olvide de todo y me vaya. No sé, no acabo de
entenderlo.
-Las
cosas son así: has de tomarlo o dejarlo -atajó Sinclair-. Lo que por desgracia
no puedo ofrecerte es una compensación a tus esfuerzos, una explicación, que es
lo que estás buscando, supongo. Créeme, te aconsejo lo más conveniente. Quiero
ayudarte. Sólo te pido que te olvides de este negocio.
Sentí
deseos de moverme, de caminar por aquel mundo de alfombras silenciosas y mirar
desde lejos a Jorge para distanciarme un poco de los recuerdos. Sabía cuales
iban a ser mis próximas palabras y no podía hacer nada para evitarlo.
-Me
pides más que eso, Jorge.
-¿A
qué te refieres?
-Me
pides que renuncie a mi dignidad.