viernes, 9 de octubre de 2015

El sentido de la vida

Paul Gauguin - D'ou venons-nous? Que sommes-nous? Ou allons-nous? 1897, Museo de Bellas Artes (Boston), Boston, MA, USA
 Un capítulo de mi libro "El laberinto de Dios"

El sentido de la vida
Yo vivo, y por tanto mi vida debe tener algún sentido. Esta puede ser una manera de formular la pregunta sobre el sentido o significado de la vida, cuestión no resuelta que ha ocupado un lugar preferente en la historia de la filosofía. La mayor parte de los pensadores ha restringido esta pregunta al sentido de la vida humana, en razón a que solo nuestra especie tiene capacidad para preguntarse por el significado de su vida. Pero la vida es independiente de la conciencia y por consiguiente el hecho de vivir afecta tanto al ser humano como a cualquier otro ser vivo. Sin embargo la especie humana es, por lo que sabemos,  la única  que conoce que su vida está limitada en el tiempo, y es precisamente esa certeza de la muerte la que nos impulsa a preguntarnos  por qué y para qué vivimos.

El hombre rechazó siempre la idea de que la muerte fuera el final absoluto de su persona; el cuerpo material desaparecía, eso era innegable, pero su "yo", su "espíritu", su "alma" o como quiera llamarse esa supuesta parte no material del ser no podía extinguirse con la muerte. La creencia en otra vida se remonta al principio de la humanidad, ya que además de mitigar el miedo a la muerte, proporcionaba un sentido a la existencia. Vivimos y morimos, para seguir viviendo en otra vida que es eterna. Las diferentes religiones han ofrecido su particular interpretación de cómo sería esa otra vida, ya que todo lo relacionado con el espíritu y la vida después de la muerte ha sido durante siglos  competencia casi exclusiva de la clase sacerdotal, única capaz de interpretar la revelación del dios o los dioses correspondientes. La existencia de otra vida se convierte así en un importante instrumento  regulador de la conducta del ser humano, ya que éste alcanzará un premio o un castigo según sus merecimientos durante tránsito terrenal. El budismo no admite dioses ni vida eterna en el mismo sentido que las religiones judeocristianas, pero tampoco escapa a la esperanza de otra vida después de la muerte mediante la reencarnación. Por tanto, para el creyente, sea cual sea esa creencia, la vida es solo un tránsito, y su sentido está más allá de la vida misma: procurar que nuestras obras, nuestros pensamientos y nuestros anhelos se adapten a un determinado código para, después de la muerte, alcanzar otra vida en la cual, si hemos cumplido, disfrutaremos del bien absoluto en sus distintas versiones.

Para el no creyente es más difícil encontrar un sentido a la vida. Si como afirma la ciencia no existen dioses creadores, el universo y la vida surgieron por azar, no hay un más allá y nuestra conciencia es solo una consecuencia biológica de la evolución, la vida humana no tiene más sentido que la de un chimpancé. Pero esta proposición es difícil de aceptar y ha sido uno de los problemas que más han preocupado a los filósofos. Para Albert Camus juzgar si la vida merece la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. El dilema es por tanto suicidarse o no. Para Heidegger, el hombre habita el mundo, que es su morada, y lo organiza de acuerdo con sus proyectos y decisiones, en cambio el animal, se limita a corretear por el mundo. Nietzsche se acerca a Epicuro y propone hallar el sentido de la vida realizando lo que a uno le hace feliz, de tal manera que si volviera al pasado volvería a hacer lo mismo, creando así un bucle infinito que confirma el acierto de nuestros actos respecto a nuestra razón. Es más racional la visión de Wittgenstein: “Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado”. “La explicación del sentido del mundo debe quedar fuera del mundo [...] sólo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo, si pudiésemos salir fuera del mundo, es decir, si dejase de ser para nosotros el mundo".

A menudo el hombre encuentra dramático que la vida pueda no tener sentido. Este pensamiento le angustia, porque parece forzoso que la inteligencia humana, muy superior a la de otros animales, no sea un hecho fortuito en la naturaleza. Y si lo es, habría que plantearse, como Camus, si merece la pena vivir una vida sin sentido. Para John Gray esa frustración nace de la deprivación de un cristianismo que todavía no hemos conseguido superar. Durante siglos la Iglesia se ocupó de responder a esta preguntas y sus dogmas influyeron no solo en la filosofía sino también en la ciencia incipiente. Revolucionarios hallazgos científicos, las leyes de Newton, por ejemplo, no eran sino el refrendo de la obra de Dios. En el Renacimiento y después en La Ilustración se produjo una escisión, una rebelión frente al poder religioso, sustituyendo la fe por la razón y la teología por la ciencia. Así surgió el humanismo, un movimiento que renunciaba Dios, pero aceptaba  la supremacía del ser humano como especie capaz de ser dueña de su destino, lo cual no era sino una versión secular del cristianismo (Gray). El hombre seguía siendo el rey de la creación (aunque nada hubiera sido creado) y su privilegiada inteligencia  construía esa abstracción que llamamos progreso. Si se descarta el premio después de la muerte, el sentido de la vida hay que buscarlo en la vida misma. Para Carlos Marx, por ejemplo,  el sentido de la vida está en la lucha, tanto la individual o personal como la social, por la redención del hombre de toda forma de esclavitud y explotación. Jaspers cree que el sentido de la vida solo es válido en una dimensión subjetiva: es el móvil supremo de la conducta humana, es la ley que rige la toma de decisiones del individuo en su acción social e individual. Para Epicuro el sentido de la vida es evitar el dolor, la cumbre del placer es la simple y pura destrucción del dolor.