jueves, 17 de septiembre de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA. (Novela). CAPÍTULOS 22 Y 23



22

                               MADRID, 11 DE SEPTIEMBRE, 10,30 DE LA NOCHE.

Cuando el señor Osborne entró en Madrid tuvo alguna dificultad para orientarse, pero preguntando a un par de transeúntes y con la ayuda de un plano, consiguió llegar a su destino. Era una antigua colonia de pequeños chalets, con calles poco transitadas, inmersa en una zona céntrica poblada densamente, uno de esos inesperados reductos de paz que el desmesurado crecimiento de la gran ciudad no ha logrado aniquilar. Las casas y los minúsculos jardines mostraban signos de deterioro, pero el señor Osborne pensó que era el lugar adecuado para sus propósitos. Estacionó el Volvo a la altura de una casa de dos plantas, en cuya verja de entrada una tablilla señalaba el número 23. Descendió del coche e inspeccionó en derredor: la calle estaba desierta y la única iluminación provenía de una farola emplazada a diez o doce metros. No se observaba luz en las viviendas contiguas. La verja estaba abierta y tampoco tuvo dificultad para franquear la puerta de la casa con la llave que encontró enterrada en una determinada maceta de geranios. Regresó al coche, indicó a Silvia que entrara con el niño y se dispuso a descargar el equipaje.

El interior estaba limpio y acogedor. La planta baja se reducía al recibidor, un saloncito y la cocina. En el piso superior había dos habitaciones vacías y otra más grande equipada con dos camas. Había dos teléfonos intercomunicados, uno en el saloncito y otro en el dormitorio. El señor Osborne verificó que ambos funcionaban. Silvia investigó en el frigorífico y en los aparadores y le informó que disponían de alimentos para más de una semana. El pequeño dormía con tranquilidad. En un armario había varias botellas, entre las que el señor Osborne encontró una de su whisky favorito. Hizo un gesto a la muchacha, que sonrió y fue en busca de dos vasos.

Sentados uno frente al otro, en dos butacas estilo años veinte, bebieron en silencio. Al cabo de un rato, el señor Osborne preguntó:

-¿Estás asustada?
-Estoy en tensión. Pero usted me da seguridad.



El señor Osborne fijó en la muchacha sus ojos sin expresión y se bebió de un trago el resto de whisky. Silvia no dejaba de mirarle con ojos tímidos y una sonrisa suave en los labios.

-¿Tú sabes quién soy yo? -preguntó el anticuario.
-Algo me han dicho.
-Seguramente han exagerado -dijo el señor Osborne en voz baja. La mujer amplió su sonrisa sin decir nada.- Sin embargo, no sabes para qué estamos aquí.
-Algo me imagino.
-¿Y no sientes escrúpulos?
-¿Los siente usted? -preguntó ella con una audacia que sorprendió al señor Osborne.
-Francamente, no -confesó el hombre. Y después de un silencio-: Supongo que estás en esto por dinero.
-Claro. Esto es más rentable que arrastrarse desnuda por las barras de los garitos. Y menos aburrido que la prostitución.

El señor Osborne no contestó y pareció refugiarse en la máscara de inexpresividad habitual en él. Silvia insistió:

-¿Usted no lo hace por dinero?

El señor Osborne no pareció haber oído la pregunta, pero al cabo de un momento la muchacha le oyó decir:


-Sí, naturalmente por dinero. Siempre ha sido así. Aunque a veces me pregunto si existirán otras razones para llevar esta clase de vida.
-¿Cómo empezó usted?

El anticuario parpadeó. No entraba en sus planes una conversación en exceso personal con su compañera de trabajo y le irritó un poco la insistencia de Silvia. Pero de pronto sintió que había estado solo demasiado tiempo y se dijo: Después de todo, ¿por qué no? Este es mi último trabajo y es un trabajo distinto. Casi sin entonación, con voz cansada, empezó a hablar:

-Empecé en la Resistencia belga y allí aprendí muchas cosas. Era muy joven y me dediqué al activismo con toda mi energía. La contienda fue dura, pero sobreviví. Después de la guerra me encontré desfasado. Me pasaba lo que a mucha gente, no sabía vivir sin un arma en la mano, no me adaptaba a la paz. Intenté buscar un empleo, pero me había quedado solo y había pocas cosas que supiese hacer. Un día, alguien se acordó de mí y me propuso volver al activismo. Acepté. No había una gran guerra pero había pequeñas guerras; había complots, intrigas, conspiraciones y era una forma rápida de ganar dinero, haciendo además lo que mejor sabía hacer.

Se sirvió otro vaso de whisky y meditó unos instantes.

-No es sólo el dinero, debe haber algo más -prosiguió -. Pero un buen activista no puede pararse a analizarlo, si lo hiciera no podría seguir. Si uno se preguntase por qué mata, dejaría de matar y se convertiría en víctima. Una muerte no se justifica por nada, ni siquiera por dinero. Hay que matar sin justificación. Algunos -bebió un largo trago- se engañan al pensar que matan por una idea, se vuelven fanáticos y creen defender una causa. Pero se engañan, todos matamos por lo mismo.

Siguió un largo silencio que Silvia no quiso interrumpir. El vaso del hombre estaba vacío y Silvia, sin decir nada, lo volvió a rellenar. El señor Osborne se lo llevó a los labios con un movimiento automático. Estuvo así, quieto, sin beber y luego dijo:

-La cuestión es saber si no soy ya demasiado viejo.
-A mi no me lo parece -dijo la muchacha y el señor Osborne la miró con intensidad. Después, en voz más baja, Silvia añadió-: ¿Quiere que hagamos el amor?

El señor Osborne se sobresaltó.

-¿Por qué?

La muchacha hizo un gesto desenvuelto.

-Me da seguridad.

El señor Osborne creyó comprender. Intuyó que la vida debía ser dura para las chicas como Silvia y, en cierta manera, se sintió conmovido. Sin embargo rechazó la idea con violencia. Ya habían llegado demasiado lejos en el aspecto íntimo y el señor Osborne lo atribuyó a la cantidad de licor ingerida. Le dominó un molesto sentimiento de culpabilidad y se arrepintió de haberle hecho confidencias a su compañera. Con deliberada frialdad dijo:

-Olvídalo. Limítate a cumplir tu trabajo.

Se levantó bruscamente, sin mirarla, y se acercó a la cuna del niño.



                                                                        23

                                               EN LA CORTE DEL REY ARTURO

Itciar y Cortés llegaron a la hora prevista al bar donde el misterioso comunicante había citado al periodista. Era noche de viernes y las calles estaban concurridas. Se mezclaba la gente del barrio con otros ejemplares, bien trajeados y encorbatados, cuya curiosidad superaba el temor de adentrarse en un ambiente supuestamente marginal. El Rialto era una antigua taberna transformada en bar de copas. Potentes altavoces difundían música caribeña. El bar estaba lleno. El personal desbordaba los límites del local y, vaso en mano, permanecían en la acera formando corrillos.

Lograron abrirse camino entre la gente y, no sin dificultad, alcanzar la barra. Rodrigo pidió bebidas y esperó diez minutos, tal y como le habían indicado. Transcurrido ese tiempo se dirigió a los lavabos. Antes advirtió a su amiga:

-Espérame aquí y no te muevas. Si ves algo raro o que tardo en salir, sal pitando. Hay un coche de la policía en la plaza.
-Ten cuidado, Rodrigo.
-Bah, no te preocupes. A lo mejor todo es una broma. Y con la gente que hay aquí, ¿qué me puede pasar?

Se perdió entre la muchedumbre. Al fondo de un corredor encontró los servicios. Empujó la puerta y entró en un espacio reducido y mal ventilado que olía a orines y a desinfectante. No se veía a nadie. Probó la puerta de uno de los retretes y la encontró cerrada. Empujó la del contiguo, que cedió, y se encerró en el cubículo. Pasó un tiempo sin que ocurriese nada. El silencio era sólo interrumpido por el siseo de las cisternas. Del retrete de al lado le llegó una voz susurrante:

-¿Cortés?
-Sí, soy Cortés.
-Hable bajo.
-De acuerdo. ¿Qué me quiere contar?
-Su periódico insinúa que hay algo raro en la muerte de Artemisa.
-Sí.

La voz tardó un poco en volver a hablar.

-Tienen razón.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo sé, eso es todo.
-¿De qué se trata? ¿Qué es lo raro?
-Lo más raro es que la chica está viva. La he visto ayer.
-¿Dónde?

Se abrió en ese momento la puerta de los lavabos y entró alguien. Cortés enmudeció. Enseguida se oyó el sonido de un chorro golpeando contra el urinario y luego el ruido seco de una cremallera. Se escuchó el correr del agua y una exclamación ahogada, causada seguramente por la ausencia de toalla. Volvió a oírse la puerta y después volvió el silencio. Cortés se arriesgó:

-¿Dónde ha visto a la chica?
-En casa de los García Conde, ya sabe.
-¿Cómo sé que no miente?
-Ya le he dicho que tengo pruebas.
-¿Qué pide a cambio?
-Nada. No me interesa el dinero. Hago esto por motivos personales. Tengo una cuenta pendiente con ellos.
-¿Por qué no se lo dice a la policía?
-Podría traerme complicaciones.
-Bueno, ¿dónde están las pruebas?
-Súbase a la taza y mire en la cisterna.

Hizo Cortés lo que le pedían y tanteó en el depósito. Sus dedos tropezaron con un envoltorio de plástico sujeto al interior de la cisterna con cinta adhesiva. Dentro del plástico había un sobre y de él extrajo Cortés una fotografía en la que aparecían dos mujeres. La foto era de mala calidad, estaba oscura y desenfocada. Una de las mujeres recordaba a Artemisa.

-La foto no es muy clara.
-¿Qué quiere, una foto de estudio? Bastante es para las condiciones en que fue sacada.
-¿Cómo sé que no está hecha antes de su muerte?
-No lo puede saber, tiene que creer en mi palabra.
-Pero yo no puedo publicar esto sin garantías.
-Eso usted verá. No puedo ofrecerle otra cosa.
-¿Qué más sabe de este asunto?
-Sólo cosas aisladas. Hay algo que va a suceder pronto, algo importante, pero no sé que es.
-Siga.
-No hay más.
-¿Me avisará si se entera de algo?
-No creo que pueda. Me he arriesgado mucho.
-¿Conocía usted a Artemisa?
-Escuche, esto se ha acabado. No abra la puerta cuando yo salga. Espere cinco minutos y después váyase.

Cortés se resignó. Oyó cómo se abría la puerta del retrete  de al lado y luego la de los servicios. Esperó impaciente a que transcurriera el plazo y se precipitó a la salida. Encontró a Itciar donde la había dejado hablando animadamente con un tipo corpulento de pelo largo. Tiró de la chica hacia la salida mientras la increpaba:

-Joder, eres el colmo. Yo jugándome el pellejo y tú tan tranquila ligando con el primero que se te acerca.
-No te pases, Rodrigo. ¿Qué has averiguado?
-Te lo contaré por el camino. Vamos a vuestra guarida.