sábado, 27 de junio de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 20 Y 21


                                                                         20

                                    FRONTERA DE ESPAÑA, 11 DE SEPTIEMBRE

La larga hilera de vehículos se movía despacio a causa de los minuciosos registros que se producían en el lado español de la frontera. La causa era el atentado terrorista ocurrido el día anterior, que había hecho saltar por los aires un convoy de la Guardia Civil. El señor Osborne no había previsto una eventualidad semejante y no podía decirse que estuviera absolutamente tranquilo, pero, al menos en apariencia, no reflejaba la menor inquietud. Su compañera se mostraba un poco menos habladora, aunque, no conociendo nada del proyecto, razonaba el señor Osborne, su temor debía ser difuso, referido únicamente a la falsedad de la situación.

El policía uniformado se acercó al Volvo y pidió los pasaportes. Verificó el parecido de las fotografías y echó un vistazo al asiento posterior.

-¿Su nieto?
-Mais non, c'est mon fils.
-Es nuestro hijo, señor -intervino Silvia.


-¿Motivo de su viaje a España?
-Turismo.
-¿Cuánto tiempo piensan permanecer?
-Una semana.
-¿Quiere abrir el maletero, por favor?

El señor Osborne obedeció. Tres agentes se repartieron el trabajo de revisar el compartimento de equipajes, el del motor y los bajos del coche. Uno de ellos se dirigió a Silvia.

-Baje usted también. Abra esa maleta.

Las manos del aduanero se movieron con agilidad en el interior de la valija, sin casi desordenar su contenido.

-Esa otra, por favor.

El agente removió con indiferencia profesional la sugerente lencería de Silvia. Luego entró en el coche y miró bajo los asientos y en la guantera. Cuando inspeccionó la bolsa de los biberones, el señor Osborne experimentó un ligero envaramiento que se acentuó cuando las expertas manos del policía rozaron la cuna. El niño estaba despierto y sonrió al agente, quien, tras un instante de vacilación siguió registrando otros rincones. El señor Osborne comprobó que sus manos se habían humedecido.



-Puede seguir. Es posible que encuentre controles en la carretera. Si es así, obedezca la señalización para evitar accidentes.
-¿Hay problemas, agente? -preguntó en mal español el señor Osborne.
-Ninguno que a ustedes les afecte. Buen viaje.

El Volvo reanudó la marcha sin apresuramiento.



                                                                         21

                                                              CONFIDENCIAS



Itciar estaba tensa. El barrio que atravesaban no era precisamente de los que ella frecuentaba y la razón misma de estar allí acentuaba su inquietud: nunca había hablado con un confidente ni con nadie del hampa. Tampoco le tranquilizaba la actitud confiada de Cortés, a pesar de sus repetidas declaraciones sobre su experiencia en ese tipo de negocios. Desde la ventanilla del coche contemplaba con disgusto la desabrida configuración del suburbio, los desmontes pelados y los solares llenos de escombros y basura. La deprimente uniformidad de los bloques de edificios convocaba en su imaginación escenas de hacinamiento y miseria. Observaba con aprensión los grupos de adolescentes  recostados en tapias o sentados en la acera, aparentemente ociosos, pero que a ella le resultaban amenazadores. No dejaba de pensar que en lugares como aquel había una mayor incidencia de hechos delictivos, aunque, se decía, a aquella hora de la mañana la peligrosidad tenía que ser forzosamente menor. En cualquier caso, guardaba para sí estos recelos, en parte para no darle satisfacción a Cortés, que sonreía burlón ante su mal disimulado desasosiego, y en parte porque sabía que esos escrúpulos eran atribuibles a su condición de niña bien que rara vez abandona su hábitat, circunstancia esta poco adecuada para quien pretende llegar a ser una audaz reportera.

Cortés detuvo su automóvil frente a una taberna de aspecto inofensivo, con rótulo de Coca Cola y especialidades escritas con pintura blanca en la vidriera. El bar estaba desierto. Cortés pidió dos cafés y después de unos minutos interpeló al tabernero.

-Estoy buscando al Estanis. ¿Ha estado por aquí?

El tabernero, un hombre grueso de expresión abúlica, miró un instante a la chica y luego hizo un gesto con la cabeza:

-Ahí al lado, en las máquinas.



Cortés dio las gracias y dejó unas monedas sobre el mostrador. Caminaron unos metros por la misma acera hasta dar con el lugar indicado. En el local sólo había hombres, la mayoría adolescentes, aplicados a una gran variedad de videojuegos que entremezclaban sus sonidos; otros probaban fortuna en las máquinas tragaperras. Cortés avanzó con resolución entre la concurrencia y algunas miradas se fijaron en Itciar, que seguía a su amigo a corto trecho. Cortés se detuvo ante una máquina y la hizo funcionar. Sin dejar de mirar la pantalla le habló en voz baja al hombre que jugaba a su izquierda, un joven de rostro cetrino.

-¿Tienes algo, Estanis?
-Según -replicó el otro sin apartar la vista de su aparato.
-Se han cargado a una tía, una modelo que se llamaba Artemisa. ¿Sabes algo de eso?
-No, nada. No me suena el nombre.
-¿Has oído hablar de algo llamado Blackfire?
-¿Cómo?
-B-l-a-c-k-f-i-r-e -deletreó Cortés.
-No, ni idea.
-Vale tío, avísame al periódico si te enteras de algo.

Al salir, Cortés comentó:

-Mala suerte. Probemos en otro ambiente.

El segundo confidente era un limpiabotas que trabajaba en una cafetería céntrica. Se acodaron en la barra y Cortés hizo una seña al limpiabotas.

-Aquí ya estás más tranquila, ¿verdad? -le dijo a su amiga.



Mientras el limpiabotas ejercía su trabajo, el periodista repitió parecidas preguntas, pero los resultados fueron igualmente negativos: el hombre sabía quién era Artemisa, pero no sabía nada sobre su muerte. Continuaron la búsqueda, pero no tuvieron más suerte con otros dos confidentes. Cortés estaba desconcertado.

-Nadie sabe nada. Es muy raro todo esto. Probemos con el Beato.

El Beato era un sujeto insólito que realizaba su trabajo en el interior de las iglesias, no sólo, según se decía, para aprovechar la intimidad de los sagrados recintos, sino porque era de por sí hombre religioso. Esa mañana, la vieja iglesia donde ejercía el Beato se encontraba casi vacía, sólo había unas pocas viejas desperdigadas entre los bancos. Cortés localizó enseguida a su hombre: era un tipo pequeño, con cara de hurón, que parecía sumido en un profundo recogimiento. El periodista se arrodilló a su lado, se santiguó devotamente y le hizo al Beato las preguntas pertinentes.

-No he oído nada, Rodrigo -susurró el confidente.
-¿Hay algo que pueda estar preparándose? -preguntó Cortés en el mismo tono.
-No, que yo sepa.- El hombre movió la cabeza pensativo.- Pero me parece que no vas bien encaminado.
-¿Por qué?
-Por lo que me cuentas me huele que ese es un negocio de mucha altura, y esos asuntos no se controlan por aquí.
-¿Dónde, entonces?


-Habla con el Profesor.
-¿Con quién?
-Creí que lo conocerías. Ése no es un cualquiera. Búscalo por la noche en Camelot.
-¿En la discoteca? -preguntó Cortés sorprendido. Camelot era la discoteca de moda en Madrid.
-Eso es. Y vete preparado que ese tío cobra caro.
-¿Cuánto?
-Calcula cien talegos.
-¡Hostias!
-Calla, hombre, no digas blasfemias, y menos aquí.
-Vale, Beato. Gracias por la información.

Cortés y la chica regresaron con algo más de optimismo a reunirse con el grupo. Decidimos consultar al Profesor, aunque no sabíamos cómo obtener la financiación necesaria. Tracy aportó una solución:

-Si necesitamos dinero, se lo pediré a mi padre. De algo me tiene que valer ser de familia rica.

Aquella noche volveríamos a dividirnos: unos iríamos a la discoteca Camelot y otros al club Malibú. Nada que hacer hasta entonces y el grupo se desperdigó. Pensé en llamar a Marta, pero Tracy sugirió que le acompañase a hablar con su padre y acepté.


La casa familiar de Tracy estaba en un barrio residencial. Era una de esas anticuadas mansiones de altas murallas, vestigio de una clase floreciente en otros tiempos, que en la actualidad han pasado a ser sede de embajadas, capricho de nuevos ricos o recuerdo nostálgico de millonarios románticos. Este parecía ser el caso de Miguel Álvarez del Soto, el padre de Tracy, quien mantenía en el caserón una servidumbre anacrónica, incluido un viejo mayordomo uniformado. Fue éste quien nos franqueó la entrada y saludó a Tracy con sobriedad.

-Buenas tardes, señorito Miguel.
-Hola, Lucio. ¿Está mi padre?
-Su padre esta descansando, pero tengo que llamarle ya -eran las cuatro de la tarde-. Tiene una reunión dentro de una hora.
-Está bien. Dile que le espero en el jardín.
-¿Tomarán ustedes algo, señorito Miguel?
-Sí, Lucio, gracias. Tomaremos café.