jueves, 23 de abril de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 13


                                                                         13

                                             EL HOMBRE DE LA BARBA NEGRA



No fue fácil seguir al BMW a causa de la creciente densidad del tráfico en la calle Ferráz. Daniel hubo de manejar con habilidad su viejo automóvil para no perderlo de vista. En un momento dado el perseguido no se detuvo ante un semáforo rojo y Daniel tuvo que acelerar a fondo, dejando tras él una sonora protesta de los coches que cruzaban. El BMW enfiló una calle secundaria y giró de nuevo por la primera transversal. Había menos coches y Daniel se distanció un poco de su perseguido. Advirtió que aminoraba la marcha y finalmente estacionaba en un espacio libre. Sobrepasó en unos metros el vehículo y detuvo su coche. Por el espejo retrovisor Daniel vio salir al hombre de la barba negra. Era un individuo de aspecto endeble, muy calvo, vestía un traje negro que acentuaba su aire siniestro y portaba una cartera de mano igualmente negra. Giró el brazo para consultar la hora y desapareció en el interior de un portal. Los tres amigos saltaron del coche y corrieron tras el hombrecillo. El portal era amplio y bien iluminado, tras un mostrador había un conserje de uniforme que levantó la cabeza al entrar los muchachos. Al fondo, alcanzaron a ver al hombre de la barba negra retirando cartas de un buzón. Sin ponerse de acuerdo Jaime y Daniel avanzaron hacia el portero, que se había puesto en pie, en tanto Itziar se deslizaba hacia el interior.

-¿Qué desean?
-¿Vive aquí don Heráclito Perez?

El hombre de la barba negra cerró el buzón y se encaminó hacia los ascensores sin volver la cabeza. Itziar se detuvo a la altura de los casilleros.

-No, aquí no vive ese señor. ¿Busca usted algo señorita?
-Venimos juntos -respondió Itciar retrocediendo -. Estaba mirando a ver...
-Les digo que aquí no vive nadie con ese nombre.
-Nos habrán indicado mal, usted perdone.

El conserje los contempló con suspicacia. Itciar le dedicó una amplia sonrisa y se dirigió a la calle seguida de sus amigos.

-Los porteros siempre tan cordiales -comentó Jaime -. ¿Has podido ver algo, Itciar?
-Creo que sí. Pude ver la tarjeta del buzón que cerró ese tipejo. Dice: "A. Peña y J. Orozco. Arquitectos. Proyectos y diseños. 3º B." ¿Qué hacemos ahora?
-Vamos a ese bar de ahí enfrente y lo discutimos -sugirió Daniel.

Se instalaron en una mesa desde donde podían vigilar el portal.

-¿Quién será nuestro hombre, Peña u Orozco? -preguntó Daniel.
-Me pega que es Orozco -dijo Itciar.
-Vale, daremos un voto de confianza a  la intuición femenina -afirmó Jaime -. Sea quien sea lo que parece evidente es que aquí tiene la oficina. Podemos esperar a que salga y seguirle de nuevo.
-¿Seguirle otra vez? ¿Para qué? -dijo Daniel.
-No sé, puede que de aquí se vaya a su casa, o puede que se entreviste con alguien. De momento sólo sabemos que tiene cara de llamarse Orozco y que posiblemente es arquitecto.


-Me parece bien -dijo Itciar -, pero no necesitamos seguirle todos. Yo podría ir a hablar con Cortés, ese periodista de El Diario que es amigo mío, a ver si sabe algo del crimen.
-De acuerdo. De paso mira a ver si te enteras de algo sobre los Amigos del Barroco, y de quién es ese Reuber, el presidente.
-Haré lo que pueda. Nos vemos en el estudio de Tracy.

El arquitecto no apareció hasta pasadas las nueve de la noche. Subió a su automóvil y arrancó sin recelar nada. Los muchachos le siguieron a prudente distancia. Había anochecido y Daniel conectó las luces con temor a delatar su presencia; pero el arquitecto conducía relajadamente y sólo aumentó la velocidad al entrar en la autopista. Daniel le siguió sin dificultad durante diez o doce kilómetros, luego el BMW se situó en el carril derecho y encendió el intermitente. Salió de la autopista por la primera desviación y continuó por una carretera que conducía a una lujosa urbanización.

-Ahora viene lo peor -murmuró Daniel -. Aquí vamos a estar solos.

El BMW se adentró en una zona residencial desierta y mal iluminada. Al doblar una esquina vieron que el coche del arquitecto se había detenido ante un chalet. Daniel le sobrepasó sin aminorar la marcha, torció por la primera calle y paró el motor. Saltaron del coche y atisbaron desde la esquina a tiempo de ver como entraba el BMW en el chalet. Les llegó el gemido metálico de la cancela cerrándose. Se acercaron con cautela. Rodeaba la casa una cerca de ladrillo de media altura, que se prolongaba con una tela metálica tupida desde el interior con frondosas arizónicas. Alcanzaron a oír el rodar del coche sobre la grava y el golpe seco de una portezuela al cerrarse. Por entre el ramaje podía verse el jardín en sombras y los contornos vagos de una casa. Sin decir palabra Jaime señaló el buzón débilmente iluminado. Se leía: José Orozco Ruiz. Arquitecto.

Rondaron la cancela sin saber qué hacer. Daniel señaló en silencio un estrecho pasadizo que separaba el chalet de Orozco de la finca colindante y Jaime asintió. Se adentraron en la negrura del callejón, procurando no pisar la hojarasca que tapizaba el suelo, y rodearon la casa hasta situarse en la fachada posterior. En este punto el edificio estaba más cercano y la arboleda era escasa. El silencio era casi absoluto; de lejos llegaba el rumor apagado de la autopista y una débil brisa hacía susurrar a los árboles. De improviso se iluminó una ventana de la casa y proyectó un rectángulo de luz hacia el exterior. Jaime y Daniel se agazaparon instintivamente. La silueta de Orozco se recortó en la ventana abierta, permaneció inmóvil unos segundos y arrojó una colilla encendida al jardín. Orozco desapareció y le oyeron trajinar en el interior, de vez en cuando veían su cabeza, como si el arquitecto paseara de un extremo a otro de la habitación. Transcurrió algún tiempo. Daniel cuchicheó al oído de Jaime: "Qué coño hacemos aquí". El timbre del teléfono les sobresaltó. Enseguida oyeron una voz:

-¿Sí? Hola, Carmen, ¿qué tal los niños? Yo bien, con trabajo, ya sabes. Sí, lo de Colmenar, creo que lo terminaremos la semana que viene. Ángel cree que sí... No, por aquí calor, como en pleno verano, sí, terrible. Mañana me acercaré al tapicero, si tengo tiempo. No, hoy imposible. No, ahora iba a cenar, no te preocupes, tomaré cualquier cosa. Bueno, entonces hasta mañana. Besos a los niños. Adiós, Carmen.

Se hizo de nuevo el silencio. Daniel volvió a musitar: "Interesante conversación". Jaime se encogió de hombros. El teléfono volvió a sonar.

-¿Sí? Ah, es usted.- Les pareció que la voz de Orozco se hacía más ahogada -. Sí, lo sé. He sido informado. Pero, créame, no entiendo, yo hice lo previsto...- Ahora hablaba más bajo y se percibía un claro temblor en su voz-. Sí, sí, comprendo la trascendencia, pero en cualquier caso hemos neutralizado el contacto... No, perdón, no quería decir eso... Sí, comprendo, no se preocupe... sí, lo que usted diga. Esperaré instrucciones.

Jaime le dio un codazo a su amigo, sus ojos chispeaban en la oscuridad. (Tracy comentaría más tarde: ¡Habéis estado en el barril de manzanas!) De nuevo se escuchó la voz del arquitecto:

-¿Oiga? ¿Club Malibú? ¿Pueden avisar a Luzdivina? Sí, espero... ¿Luz? Soy yo, necesito verte enseguida. Ya te explicaré, se han complicado las cosas y estoy en una situación difícil. Voy ahora a verte... No, no importa, voy para allá. Hasta ahora.

Orozco apagó la luz. Poco después oyeron cómo el coche se ponía en marcha, el ruido de la cancela y el zumbido del motor alejándose. De nuevo reinó el silencio y durante unos segundos los muchachos no se atrevieron a moverse. Daniel dijo en voz muy baja:

-Este tío esta complicado en el asunto.
-De eso no hay duda, y además está asustado.
-¿Qué hacemos ahora?
-Podemos hacer dos cosas. Volver por donde hemos venido o jugárnosla.

Y al tiempo Jaime señalaba una puerta entreabierta en la cerca que les franqueaba el acceso al chalet. Daniel contuvo la respiración.

-Me gustaría echar una ojeada dentro -dijo Jaime.
-De acuerdo. Tengo una linterna.

Penetraron en el jardín con infinitas precauciones. Jaime se encaramó con facilidad al alféizar de la ventana y tendió una mano a su amigo. Ya en el interior, Daniel paseó el estrecho haz de luz de su linterna por la habitación. Parecía ser un despacho o un cuarto de trabajo. En una mesa se amontonaban planos y dibujos; en las paredes había fotografías de edificios y una gran variedad de máscaras y carátulas que, a la incierta luz de la linterna, resultaban siniestras. Jaime revolvió los papeles de la mesa con mano insegura e intentó abrir sin éxito un archivador; en un cajón de la mesa encontró útiles de dibujo y en otro una carpeta con facturas. Daniel por su parte inspeccionaba las estanterías. No sabían lo que buscaban, confiaban en que algo resultase significativo. De pronto el teléfono volvió a sonar con un estruendo de mil diablos. Se movieron sin ponerse de acuerdo. Fue Daniel el primero en reaccionar y el primero que, con insospechada celeridad, alcanzó la ventana y saltó al exterior. Jaime le siguió a corto trecho. El teléfono seguía sonando y temieron que alertara a todo el vecindario. Abandonada toda prudencia corrieron por el pasadizo y aceleraron la marcha hasta llegar al coche. Daniel arrancó con brusquedad y se alejó echando humo hacia Madrid. Cuando rodaban por la autopista, Daniel aminoró la velocidad.

-Joder, qué susto.
-Mira esto. Lo he cogido dentro.- Jaime le mostraba a su amigo un objeto rectangular.
-¿Qué es?
-Tal vez nada. Es una casete, una grabación de conciertos para oboe de Albinoni. Pero hay algo interesante. Aquí dice: "Grabación especial para Amigos de la Música Barroca".