jueves, 16 de abril de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 11 Y 12


11


                                               AMSTERDAM, 9 DE SEPTIEMBRE



El señor Osborne pensó que las bicicletas mantenían el espíritu de la ciudad tanto o más que los canales. Amsterdam es una de esas ciudades cuya fisonomía cambia poco con el paso del tiempo y el señor Osborne se dejó ganar moderadamente por la nostalgia. En la estación central tomó un tranvía que en pocos minutos le dejó en la Plaza del Damm, y allí se dirigió a una de las múltiples agencias que organizan recorridos turísticos por el Zuiderzee. Compró su boleto, como un turista más, y se arrellanó en su asiento hasta que el ómnibus inició la marcha. Un guía explicaba en dos idiomas las curiosidades históricas y geográficas del terreno que recorrían, sin olvidarse de recomendar a los excursionistas la adquisición de cerámica en Delf o quesos en Alkmaar. En cada pueblo, el señor Osborne participó colectivamente en el recorrido y escuchó con atención las explicaciones del guía. Sin embargo, al llegar a Volendamm, se apartó discretamente del grupo; el pueblo estaba en fiestas, sonaba música en las calles y muchas personas se ataviaban con trajes regionales. Le fue fácil confundirse entre el gentío y dirigirse a una zona menos transitada.

Apresuró el paso, tomó una callecita estrecha y en poco tiempo alcanzó la periferia del pueblo. Sin titubear, subió los peldaños de entrada de una casa baja rodeada de un pequeño jardín y golpeó la puerta. Enseguida apareció un rostro en la ventana y el señor Osborne saludó con una inclinación de cabeza. El rostro desapareció tras los visillos y poco después un hombre joven le franqueó la puerta.

-Me envía De Haan -dijo escuetamente el señor Osborne.

El individuo no hizo ningún comentario, desapareció en el interior de la vivienda y regresó con un paquete alargado metido en una bolsa de plástico. A cambio, el señor Osborne le entregó un sobre que el joven guardó sin abrir. El señor Osborne se despidió con un gesto y regresó en busca de su grupo. Una vez más se sintió complacido de que sus contactos siguieran funcionando y que las cosas marcharan con la requerida precisión. El paquete no despertó la curiosidad de sus compañeros de excursión; a esas alturas, quien más quien menos, todos iban cargados de recuerdos y regalos.

El viaje en tren de regreso a Bruselas transcurrió sin incidencias. No era la primera vez que el señor Osborne hacía ese recorrido y, como en otras ocasiones, se ensimismó en la contemplación de la planicie que en primavera se adornaría con los colores violentos de los tulipanes. Llegó a Bruselas sobre las cinco de la tarde y sin abandonar la estación alquiló un coche; le contrarió un poco que en la agencia sólo dispusieran de coches nuevos. Por fin se decidió por un Volvo, al considerar que esa marca no modificaba demasiado el aspecto de sus nuevos modelos. Firmó el alquiler con el nombre de François Lambert y advirtió que dejaría el coche en Madrid.

Guardó el paquete en el maletero y se dirigió al hotel. Subió a su habitación llevando consigo la bolsa de plástico y llamó con suavidad. Le abrió Silvia y con un gesto señaló una de las camas. En una cuna transportable dormía con placidez un niño de pocos meses. A su lado había una bolsa que contenía pañales, biberones y útiles infantiles de aseo. El señor Osborne se acercó en silencio y contempló al niño largo rato. Nunca en su azarosa vida había precisado colaboradores de tan corta edad. La idea del pequeño le había parecido acertada, aun contando con las numerosas incomodidades que iba a ocasionar; pero una cosa era el plan teórico y otra muy distinta hacerse caso de aquella cosa diminuta y frágil. Se preguntó si, después de todo, no estaría al borde de la senilidad.

Miró a la ecuatoriana con una pregunta pintada en el rostro y ella le devolvió una sonrisa tranquilizadora.

-He trabajado antes con niños y sé cómo se maneja un bebé.

El señor Osborne no dijo nada y se sentó en la cama. Luego habló con su voz habitual, monótona e indiferente.


-Mañana emprenderemos el viaje. Lo haremos sin prisa y nos ajustaremos a las necesidades del niño. Pararemos para alimentarlo a sus horas, para darle agua, para entretenerlo si llora o para cambiarle el pañal. Somos un matrimonio con su hijo en viaje de placer. ¿Alguna pregunta?
-No.
-Muy bien. Espero que la suerte nos acompañe. Pero recuerda esto: no hay mejor suerte que no cometer errores.

En ese instante el niño despertó y comenzó a lloriquear.




12
                                                                          

CONCIERTO BARROCO

A las cinco y cuarto llegamos en dos coches a la calle de Santa Clara, una estrecha vía del barrio viejo de Madrid. Yo fui con Tracy, en su pequeño Lancia, y los demás en el viejo Opel de Daniel. Tracy tuvo suerte de aparcar a unos metros del portal en cuestión; Daniel tuvo que resignarse a estacionar en doble fila. Se decidió que Tracy y yo entraríamos en la casa y el grupo esperaría en la calle. Era un edificio antiguo, de cuatro plantas, con macetas y canarios en los balcones. El portal estaba oscuro y al fondo se vislumbraba el inicio de una escalera. No había rastros de ascensor. Las placas de la entrada notificaban la consulta de un callista en el segundo piso, una tienda de encajes y bordados en el primero derecha, y una sastrería en el tercer piso; ninguna indicación sobre los Amigos del Barroco. Bajo el hueco de la escalera, en una reducida caseta de madera, un anciano leía un diario deportivo a la luz de una débil bujía.

-¿Los Amigos del Barroco, por favor? -preguntó Tracy.

-Primero centro -informó el portero sin interrumpir la lectura.

Ascendimos los desgastados escalones hasta el primer piso. Olía a antigüedad y a pis de gato. En la puerta del centro no había rótulo alguno, pero se oía música en el interior. La puerta cedió al ser empujada y transpusimos con resolución el umbral. Accedimos a una habitación amplia y soleada: a un lado se alineaban consolas llenas de discos y estanterías con partituras y libros. Sentada tras una mesa blanca, una rubia muy maquillada nos miró con indiferencia. A su izquierda había otra puerta de donde provenía la música que escuchábamos. Tracy preguntó si podíamos echar un vistazo y la rubia asintió con un gesto reintegrándose a su quehacer, que en aquel momento consistía en limarse las uñas.

Con una calma que estaba muy lejos de sentir, me dedique a revisar los discos mientras Tracy ojeaba las partituras. Me abrumaba pensar que todo aquello era una tremenda improvisación: no sabía por qué estaba allí ni lo que debía hacer. Durante unos minutos no sucedió nada. Poco después la puerta volvió a abrirse y entro un hombre, saludó con la cabeza a la rubia y desapareció tras la otra puerta; a continuación entró una mujer que siguió el mismo camino. En poco tiempo desfilaron seis o siete personas. Era obvio que en la habitación contigua iba a celebrarse la anunciada reunión de los Amigos de la Música Barroca.

Tracy se acercó a la mujer y preguntó con acento profesional:

-¿Tienen el concierto para arpa, cuerda y continuo de Vivaldi?
-¿Grabación o partitura? -preguntó la rubia con desgana.

-Partitura. Es el opus 525.

La mujer giró en su silla y consultó un archivador

-No está.
-¿Pero lo han tenido?
-Sí.
-¿Está segura?
-Por supuesto -replicó la rubia mirando de arriba abajo a Tracy con expresión de fastidio.

Justo entonces entró un hombre calvo con barba negra que desapareció velozmente por la puerta del fondo. Giré la cabeza con rapidez y el corazón empezó a latirme con violencia. Tracy seguía hablando con la mujer.

-¿Es posible asistir a las audiciones?
-No son socios, ¿verdad? Las reuniones son sólo para socios.

Intenté atraer la atención de Tracy por señas. Me vio, pero continuó con la rubia.

-¿Cómo podemos hacernos socios?
-No lo sé.- La rubia parecía estar cada vez más incómoda -. Mire, yo llevo poco tiempo aquí. Supongo que tendrán que hablar con el presidente o el secretario.

-¿Quién es el presidente?
-El señor Reuber. Es alemán, creo, pero no le he visto nunca.
-¿Con el secretario podemos hablar?
-Ahora está ocupado -dijo la mujer señalando la sala de reuniones.
-Muy bien. Muchas gracias. Volveremos otro día.

Tracy se acercó a mí y preguntó en voz baja:

-¿Qué pasa?
-¿Te has fijado en ese tipo calvo con barba que acaba de entrar?
-Sí.
-¡Estaba anoche en la presentación literaria!
-¡No me digas! -Tracy silbó por lo bajo-. ¿Te ha reconocido?
-No lo sé. Creo que no me ha visto.
-Bueno, la cosa se pone interesante. Vámonos y te cuento mi impresión de todo esto.

En la escalera Tracy me habló con excitación.

-Es todo fingido. Esta asociación debe ser la tapadera de algo. Por lo menos esa tía no sabe nada de música. Le pedí la partitura de un concierto que no existe y no se inmutó. Supongo que la secretaria de esta asociación debería saber que Vivaldi nunca escribió un concierto para arpa.
-¿Estás seguro? Vivaldi escribió muchos conciertos.

-Cuatrocientos treinta y cinco, para ser exactos, pero ninguno para arpa. Los primeros son de Mozart.
-No está mal la estratagema.
-No es nueva, Parker. Philip Marlowe emplea un truco parecido en El sueño eterno, como tú muy bien sabes.

Informamos a los demás de las novedades y se decidió que el grupo de Daniel seguiría al hombre de la barba negra cuando acabase la reunión. Tracy y yo investigaríamos en la agencia Euromodel. Media hora después empezaron a salir los musicólogos. Al aparecer el sujeto de la barba Tracy hizo la señal convenida y en respuesta oímos como se ponía en marcha el coche de Daniel. El individuo pasó junto a nosotros sin detenerse y se introdujo en un BMW; el coche se puso en movimiento seguido a corta distancia por el Opel de Daniel. Tracy esperó a que los vehículos desaparecieran y luego arrancó su coche.

La agencia Euromodel estaba en la calle de Serrano y, a  pesar de lo pretencioso del nombre, se reducía a una pequeña oficina con dos secretarias que tecleaban reposadamente. En las paredes había fotografías de modelos y carteles publicitarios. Una de las secretarias, que vestía una turbadora minifalda, vino a nuestro encuentro.