miércoles, 1 de abril de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 9


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                                                  DEMASIADO PARA SÁNCHEZ

Desperté sobresaltado, cubierto de sudor, dominado por una violenta sensación de alarma. Una luz grisácea se filtraba en la habitación a través de las cortinas. Mecánicamente miré la hora: eran las seis. Poco a poco el torbellino de mi mente se apaciguó y mis latidos se normalizaron. Sin duda había tenido una pesadilla. Me volví hacia la izquierda para asegurarme  que Artemisa seguía dormida y descubrí la cama vacía. Palpé desconcertado las sábanas y encendí la luz, pero no vi a nadie: el cuarto estaba vacío. Retornó la sensación de alarma y la llamé en voz baja, después elevé la voz. Nadie contestó a mi llamada. De pronto pensé en el cuarto de baño. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Me levanté y empujé la puerta, la luz estaba apagada y no se oía ruido alguno. Con el corazón encogido pulsé el interruptor. Me costó trabajo reconocerla: su hermoso cuerpo yacía inmóvil en el suelo, estaba boca abajo, con la cintura rotada y las piernas abiertas en un ángulo imposible, un brazo se engarfiaba inútilmente en la bañera. Me quedé quieto, aturdido, con la mente en blanco. ¿Qué estaba pasando? Una idea asombrosa se abrió camino sobre las demás: Artemisa estaba muerta. Durante un tiempo sólo pude repetir mentalmente esa conclusión. ¿Pero qué había sucedido? Artemisa estaba muerta y yo estaba allí, aterrorizado, despavorido, y no acababa de entender por qué estaba allí. Yo tenía que estar lejos, junto al mar. Era todo una broma, una broma estúpida.


Hice un esfuerzo y me arrodillé y palpé su muñeca sin percibir ningún latido. Pero yo ya sabía que estaba muerta, lo supe al verla. Su cuerpo estaba aún caliente, pero sus ojos abiertos estaban aterradoramente inmóviles. Entonces descubrí las manchas: había restos de vómito en el suelo, en el lavabo, en el baño; su olor acre, inadvertido hasta ese momento, me produjo nauseas. Me incorporé y salí tambaleándome del cuarto de baño. Me apoyé en la pared e intenté pensar, tenía que serenarme y pensar con frialdad. Respiré hondo varias veces y me sentí un poco mejor. La nausea había desaparecido, pero quedaba el miedo; un miedo inmenso que me impedía razonar. De golpe comprendí por qué tenía miedo: estaba seguro de que la muerte de Artemisa había sido provocada, en ningún momento pensé en una causa natural: la habían asesinado, esa era la espantosa verdad. La habían asesinado para interferir el mensaje. Empecé a preguntarme cómo había sucedido y la botella de whisky atrajo mi atención. A pesar de la tensión, debía funcionar mi mentalidad de novelista porque enseguida supe cuál era la respuesta: habían envenenado el whisky. Por eso Artemisa había vomitado antes de morir. Me acerqué a la mesa y olfateé la botella sin percibir ningún olor especial, tampoco en el vaso encontré nada sospechoso. Daba igual, era seguro que aquel había sido el procedimiento. Pero si el whisky estaba envenenado, yo podía haber bebido también de la botella. Esa certeza hizo que mis piernas volvieran a flaquear y tuve que buscar asiento. ¡Habían tratado de matarme a mí también!


Con desesperación hice un esfuerzo por controlarme, era preciso actuar, aunque no sabía con exactitud qué hacer. Puede que en algún momento pensase en llamar a la policía, pero mi mente era un caos y, poco a poco, se adueñaba de mí una sola idea: huir. En vano me repetía que el asesino debía estar ya lejos y nada me amenazaba de manera inmediata, pero no podía dejar de pensar que a pocos metros de mí había un cadáver. Imaginé lo que sucedería si la policía me encontraba allí. Estaba en una habitación de hotel con una mujer muerta y resultaba obvio que habíamos dormido juntos. Muchas personas podrían atestiguar que nos habíamos encontrado la tarde anterior en la velada literaria. ¿Qué pensaría la policía? Yo sería el principal sospechoso, aunque no hubiese un móvil aparente. Se inventarían que era un maníaco sexual o algo parecido. ¿Y qué podría decir en mi defensa? Cuando me preguntaran qué hacía yo allí, cuál era la razón de mi viaje a Madrid, cómo había conocido a Artemisa, ¿qué podría responder? ¿Contaría las increíbles circunstancias que habían motivado mi viaje? ¿Les hablaría de un hombre con un ojo de cristal, de mensajes subliminales, de organizaciones secretas? No, nunca me creerían. Me tomarían por un loco o, lo que es peor, pensarían que me burlaba.

Advertí que estaba desnudo, lo cual hizo que me sintiera aún más desvalido. Me vestí con precipitación y guarde mis cosas en el maletín. Anduve sin sentido de un lado a otro sin decidirme a salir y mi mirada tropezó con un objeto no familiar caído en el suelo. Era el bolso de noche de Artemisa. Lo abrí y volqué el contenido sobre la mesa. Había un pañuelo, llaves, una barra de labios, algunos billetes prendidos con una pinza de oro y una pequeña agenda. Sin pensarlo dos veces me guardé la agenda y devolví el resto de las cosas al interior del bolso. Algún oscuro impulso necrofílico me impulsó a entrar de nuevo en el cuarto de baño. Contemplé absorto el cuerpo de Artemisa y evoqué los momentos de placer de la noche anterior hasta que la urgencia me apremió. Antes de abandonar la habitación tuve un atisbo del futuro: mis huellas dactilares impresas por todas partes, mi nombre inscrito en el registro del hotel... Pero ya pensaría en todo eso más tarde. Ahora era preciso salir.

Con la mano en el pomo de la puerta me volví a mirar la estancia: buscaba algo sin saber o quizás una fuerza desconocida me obligaba a permanecer allí. Abrí la puerta de un tirón y me asomé al exterior. Estaba vacío y en silencio. Cerré la puerta tras de mí y sentí que se desvanecía el horror; todos mis sentidos, todos mis resortes mentales, convergían de pronto en un único y preciso objetivo: escapar. Avancé con celeridad, confiado en que la gruesa moqueta absorbería el ruido de mis pasos. Dudé entre utilizar el ascensor o la escalera y descarté esto último: siempre sería sospechoso que alguien me viera hacer uso de esa vía. Tenía que evitar, en cualquier caso, ser visto por el personal de recepción, de modo que debía descartar la salida por la puerta principal. Una alternativa era escapar por la cafetería, que tenía acceso directo a la calle, pero dado lo temprano de la hora estaría cerrada con seguridad. Tuve una súbita inspiración y pulsé el botón del aparcamiento. El ascensor se desplazó con suavidad y al cabo de unos segundos la doble puerta se abrió silenciosamente. Estaba en el rellano de una escalera de servicio; una puerta metálica pintada de rojo indicaba el acceso al garaje. Tiré de ella y se abrió sin dificultad. Respiré hondo y avancé con resolución entre los coches sin encontrar a nadie. Fácilmente localicé una salida de peatones, ascendí rápido por la escalerilla y me encontré en el exterior.