5
LONDRES,
4 DE SEPTIEMBRE
Era
un sobre alargado, corriente, con las franjas rojas y azules del correo aéreo,
pero el matasellos de Bruselas hizo que el señor Osborne lo seleccionara del
resto de su correspondencia. Dentro había una simple hoja de papel escrita a
mano, cuyo texto no hubiera despertado la curiosidad de nadie. Sin embargo,
para el señor Osborne era la confirmación de que algunas gestiones realizadas
con anterioridad comenzaban a dar su fruto. Sin abandonar la carta, abrió el
armario donde guardaba el whisky y se sirvió un vaso. Paseó pensativo por la
pequeña habitación que hacía las veces de cuarto de estar, comedor y despacho,
y se detuvo en la ventana, mirando a la calle. El cielo estaba gris y corría un
viento desapacible. Nunca había estado en España, pero tenía entendido que allí
el clima era muy diferente.
Bebió
el licor a pequeños sorbos, paladeándolo, y se acomodó en su butaca favorita.
Estaba oscureciendo, pero no se preocupó de encender la luz. En el fondo no le
desagradaba volver a entrar en acción y se preguntó si seis años de inactividad
habrían mermado sus facultades. Extendió la mano que sujetaba el vaso y la
mantuvo firme sin observar ningún temblor. Se palpó el vientre y consideró que
le sobraban algunos kilos; sin embargo, incluso en los años de mayor actividad,
su aspecto no había sido muy diferente. Era al fin y al cabo una ventaja, aquel
aire inofensivo y bonachón había sido su mejor camuflaje. Sólo los que lo
conocían bien habían aprendido a desconfiar de su apariencia.
El señor Osborne vivía solo en aquel pequeño
apartamento, siempre había vivido así, sin buscar compañía ni en lo profesional
ni en lo personal. Pero ahora le hubiera gustado comentar con alguien su
próximo trabajo. No era en apariencia más peligroso que otros, pero sí
distinto: en anteriores misiones no había tenido más motivación que el dinero.
Eso, y tal vez una necesidad irracional de vivir arriesgadamente. Esta vez existía
una motivación de orden afectivo y eso le preocupaba. Nunca era bueno mezclar
el trabajo con los sentimientos. Todavía le extrañaba que le hubieran
convencido. Era sorprendente que algo ocurrido casi cuarenta años antes hubiera
podido despertar en su interior deseos de venganza. El señor Osborne se dijo
que así de inexplicables eran las cosas del espíritu y no cabía darle más
vueltas.
Casi
sin luz releyó la carta de Bruselas y se sintió satisfecho. A pesar del tiempo
transcurrido seguía contando con amigos. Era básico en aquel tipo de trabajo.
Su mirada se detuvo en el calendario: faltaba muy poco para entrar en acción y
había que ponerse en marcha. Sin precipitación y sin retrasos. Con la precisión
de uno de sus relojes. Tal había sido siempre su forma de actuar. Y le había
dado buenos resultados.
6
LA
AVENTURA COMIENZA
Durante
el vuelo me pareció que todos los pasajeros me vigilaban. Los rostros me
resultaban vagamente conocidos y sus expresiones sospechosas. Combatí esta percepción
con alcohol y después de la tercera ginebra empecé a tranquilizarme. El sol
brillaba con fuerza en el exterior y el avión se deslizaba suavemente por un
cielo sin nubes. Con suerte estaría de regreso en dos o tres días. Si todo iba
bien llamaría a algún amigo o acaso me decidiera a ver a Marta. Habían pasado
dos años, tiempo suficiente para que la hostilidad hubiera desaparecido. La
nuestra no fue una separación cordial precisamente y mi conducta no todo lo
meditada que hubiera sido de desear. La huida de Madrid pudo ser un error, pero
no la ruptura con Marta: nuestra vida en común había dejado de existir, éramos
dos extraños sin nada que decirnos, excepto cuando hacíamos el amor. Era
difícil comprender cómo dos personas tan distanciadas eran incapaces de desoír
la llamada del sexo. Pero era un amor sin ternura, insatisfactorio casi
siempre. No sabría decir cómo alcanzamos esa situación límite -pienso que Marta
tampoco lo sabe - y creo que conociendo las causas tampoco se hubiera podido
evitar el final. Estoy seguro de que Marta me entendió al principio y admiró mi
talante soñador. Cuál fue su desengaño o su frustración posterior, lo ignoro.
Con desconcierto comprobé que ella se alejaba de mí. Al final uno alcanza el
cero absoluto y se pregunta qué sentido tiene seguir intentándolo. ¿Habíamos
llegado a odiarnos? Me recreé un momento en ese sentimiento primordial. ¿Había
odiado yo a alguien alguna vez? La palabra odio me hacía evocar las viejas
novelas, los grandes dramas, las películas memorables de mi infancia. El odio
era un sentimiento noble y poderoso que no figuraba entre mis más inmediatos
recuerdos. No, no odiaba a mi ex-mujer, y sin duda yo era en gran parte
culpable de nuestro fracaso.
Adormecido
en mi asiento repasé los últimos acontecimientos que ya me parecían
inexplicablemente lejanos. Volví al día siguiente a la casa del puerto y esta
vez Calabor no perdió el tiempo en disquisiciones: mi tarea consistiría en
establecer contacto en Madrid con una determinada persona y transmitirle un mensaje.
Un mensaje muy especial: yo mismo ignoraría su contenido.