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EL
HOMBRE DEL OJO DE CRISTAL
El
viento había barrido las nubes llevando la tormenta tierra adentro. El cielo
estaba limpio y me encaminé con resolución hacia el puerto. La vieja casa
estaba construida sobre un montículo. Dejé el coche orillado en la carretera y
me dispuse a recorrer a pie el resto del camino. Recordaba vagamente aquel
sombrío caserón, semioculto por árboles frondosos, que siempre me había
parecido deshabitado. Caminé a través de la maleza del descuidado jardín dominado
por una extraña sensación de irrealidad. Al margen del amor propio y de la
dignidad, acercarme a aquella casa provocaba en mí un oscuro sentimiento de
rechazo, como si presintiera algo maléfico escondido entre sus viejos muros. La
convicción de que era el último sitio en donde buscar a Lucía me animó a
seguir.
El
sendero finalizaba en la cima de una suave colina. Dejé atrás los últimos
árboles y arribé a la explanada en la que se alzaba el caserón. Era una antigua
casa solariega de dos plantas, en la que los signos de abandono eran evidentes.
La alta hiedra, que en otro tiempo habría tupido de verdor la fachada, se había
secado; había algunas contraventanas desvencijadas y la balaustrada de madera
del porche estaba vencida en varios puntos. El silencio era absoluto.
Me
estremecí al descubrir en el zaguán una figura inmóvil. Era un hombre alto,
delgado, de abundante pelo gris cuidadosamente peinado; vestía un inmaculado
traje blanco de verano y una corbata roja. Traspuse los últimos metros y el
hombre salió a mi encuentro.
-Buenas
tardes -saludé con voz insegura -. Estoy buscando a Lucía. (Me di cuenta de que
ignoraba su apellido).
La
expresión del hombre era cordial, aunque advertí algo raro en su rostro que, al
pronto, no supe identificar.
-Lucía
no está aquí -dijo-. En cambio yo le estaba esperando a usted.
-¿A
mí?
-Usted
es el profesor Adrián Sánchez, ¿no es así? Me gustaría hablar un rato con
usted. Mi nombre es Calabor.
Estreché
la mano que me tendía y no supe qué contestar. Entonces descubrí qué era lo que
me había llamado la atención: aquel hombre tenía un ojo de cristal.
-¿Le
importa si caminamos un rato? -sugirió con voz armoniosa -. Ha dejado de llover
y la temperatura es sumamente agradable.
Le
seguí maquinalmente y a los pocos pasos me detuve.
-No
quisiera parecer descortés, pero he venido aquí en busca de Lucía. Con
franqueza, si no está...
-Le
aseguro que luego hablaremos de Lucía.
La
promesa me hizo transigir, aunque mi ánimo no era el más adecuado para charlas
convencionales. Tomamos el sendero que circundaba la casa y descendimos hasta
una pequeña playa solitaria llena de algas. El desconocido inició la
conversación con afirmaciones sobre el clima y la belleza del paisaje; yo me
limité a responder con monosílabos a la espera de que abordase el verdadero
motivo de la entrevista. Al fin dijo Calabor:
-Delicioso
rincón para encontrar inspiración, ¿no le parece? Ya sé que es usted escritor.
-Digamos
que un escritor menor.
-¿A
qué viene esa modestia, amigo mío? No es un escritor menor quien tiene en su
haber una larga lista de libros.
Me
molestó que se refiriera a un aspecto en el que no me encontraba especialmente
cómodo. También me molestó que Lucía hubiera divulgado mis intimidades.
-Son
libros de escasa calidad -declaré con alguna sequedad.
-Permítame
disentir. La calidad literaria es una estimación subjetiva. Usted tendrá
probablemente muchos más lectores que otros autores, supuestamente de más
categoría, a los que sólo leen detestables minorías.
-¿Intenta
halagarme? Cierto que el escritor escribe para ser leído, pero eso no basta.
También la gente lee anuncios, prospectos, informes, folletos, cosas escritas
sin calidad literaria. Existe algo que es la capacidad creativa, por medio de
la cual el escritor intenta comunicar algo. Nada de eso hay por el momento en
los libros que yo escribo.
-A
lo mejor hay más de lo que cree -Calabor sonrió con afabilidad -. En cualquier
caso ése es sólo un aspecto del problema. Si he de serle franco, no he leído
una sola línea escrita por usted. Por falta de oportunidad o porque tal vez
pertenezco a esas detestables minorías. Pero me gustaría desarrollar el tema de
una manera más general.