martes, 3 de marzo de 2015

Últimas luces


LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 3

(Capítulo anterior el 23/2/15)

3

                                             LA ATRACCIÓN DE LO PROHIBIDO

       No olvidaré aquellos días. Recorrimos los pueblos de la costa, le enseñé rincones olvidados y fatigamos mi viejo dos caballos buscando ermitas románicas. Vi cumplidos secretos anhelos, como bañarme desnudo en calas desiertas o hacer el amor en la soledad de la montaña. Fue una adolescencia vivida con la intensidad de la madurez. De mi mente se desvanecieron oscuros fantasmas de inseguridad y frustración. Apenas nos separábamos. Por las mañanas, mientras yo hacía acto de presencia en el Instituto, ella acudía a las reuniones de la casa del puerto. Sobre este tema casi ni volvimos a hablar; estaba claro que yo no deseaba conocer más del asunto y Lucía no trató de interesarme. Tampoco la reproché nada. Por encima de cualquier cosa yo quería respetar su libertad. Era demasiado increíble lo que me estaba ocurriendo como para echarlo todo a perder con suspicacias. Nos reuníamos después y pasábamos juntos la tarde y la noche.

Volví a escribir y comprobé que lo hacía mejor. Avancé en mi novela y sentí que retornaba el ingenio de mis mejores días. Hasta Kantor parecía renovado: más cínico, más petulante, volvía a arriesgar la vida con una sonrisa despectiva en los labios. A Lucía le gustaba leer lo que yo escribía y no ocultaba su admiración, lo cual afianzaba la confianza en mí mismo. ¿Puede extrañarle a alguien que me enamorara de ella?

Ocurrió de manera fulminante. Tras unos días de forcejeo intelectual conmigo mismo, acabé aceptando la incuestionable verdad: estaba perdidamente enamorado de Lucía. El reconocimiento ensombreció en parte mi felicidad. Yo no sabía nada de Lucía, salvo la remota relación que ella había enunciado, y no quería saber más. Me bastaba con sentir día a día su presencia y hubiera deseado prolongar de manera indefinida la plenitud de aquellos días. Pero el amor no puede dejar de presentir el futuro y empecé a pensar que nuestro idilio podría tener un final. Lo lógico era pensar que un día, tal vez cercano, ella volvería a su mundo y yo a mis rutinas de siempre. Pero ¿cómo asumir ese desenlace ahora que sabía que la amaba? Las cosas nunca volverían a ser como antes. Lucía alentaba en mí expectativas de vida que yo casi había excluido, despertaba en mi interior el reto de crear, de vivir sin amurallar los sentimientos. Lo más acertado sería entonces vivir con intensidad aquellos días sin hacer preguntas ni alimentar proyectos. Aunque algo me decía no iba a ser fácil conseguirlo.

Tampoco Lucía hablaba del futuro, como si existiese un acuerdo tácito para excluir de nuestras conversaciones cualquier referencia al porvenir. No se mencionaba la palabra amor: hablábamos de felicidad, de placer, de bienestar, pero nunca de amor. Casi había conseguido adormecer mi inquietud cuando, una tarde que regresábamos de un pueblo vecino, Lucía preguntó:

-¿Adrián, tú eres feliz?

La miré con sorpresa durante un instante y sonreí.

-Muy feliz.
-No me refiero a esto, a nosotros -dijo ella con cierta brusquedad -. Te pregunto si eres feliz viviendo aquí.
-Bueno -repliqué sin dejar de mirar la carretera-, esa es otra cuestión. Nadie es por completo feliz, pero en fin, digamos que disfruto de una razonable felicidad. Aunque claro, todo ha cambiado desde que tú...
-Pero lo que haces, lo que tienes -me interrumpió -, ¿te satisface por completo?
-Nada es por completo satisfactorio, Lucía, pero esto se parece bastante a lo que yo deseaba.
-Muchas veces lo que deseamos no es lo que nos hace feliz.
-¿Qué quieres decir?
-Tú huiste de Madrid, de tu mundo, de tus cosas. ¿No echas en falta nada de eso?

La miré y sentí un incómodo desasosiego.

-Tal vez sí, Lucía. Algunas veces echo de menos aquello. Pero aquí he encontrado otras cosas.
-¿Y te satisfacen? ¿No te has vuelto un poco conformista? -Sin esperar respuesta Lucía continuó -: Tu trabajo, por ejemplo. Es posible que no te disguste, pero no creo que te apasione. Tus libros: escribes novelas, pero no las que te gustaría escribir. Tu vida sentimental: te separaste de tu mujer, pero no sabes vivir solo. Cualquier día te volverás a casar con una chica provinciana... ¿Dónde están tus fantásticos proyectos?

No dije nada. No podía haber hecho Lucía una disección más precisa de mi estado de ánimo. Ni más cruel.

-Bueno, no me hagas caso. Son tonterías mías -dijo ella para romper el silencio. Sonrió  y me apretó el brazo.

No eran tonterías. Era el primer indicio de que la realidad invadía nuestro sueño. Ella había infringido el pacto removiendo inquietudes que yo había procurado olvidar. No había aludido a nuestro futuro, pero era aún peor: me había recordado mi propio problema, un problema al que yo, ni siquiera después de aquellos días idílicos, había sido capaz de dar solución.

            -En resumen -sentenció Braulio -, que te has enamorado de ella.

 Me encogí de hombros.

          -Si es que eres un caso, coño. No podías ligar por las buenas, como todo el mundo. Si no te complicas la vida no disfrutas. Bueno, y si estás enamorado, ¿qué hay de malo en ello?
-Es más que eso, Braulio. Es plantearme mi propia estabilidad. Yo tengo aquí una vida organizada, tranquila. Lucía es lo opuesto: tiene veinte años, es libre, independiente. ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Pudrirse en este agujero junto a un escritor de quinta categoría?
-Muchacho, lo que te pasa a ti es que eres incapaz de vencer tus propias contradicciones. Vamos a ver, rompes con todo en Madrid porque estás harto de la gran ciudad, pero aquí te pasas la vida quejándote de tedio. Afirmas que allí no podías desarrollar tus proyectos, pero desde que te conozco no has emprendido, que yo sepa, ninguno. Ahora conoces a una tía que te gusta, que te estimula, y te acojonas porque puede romper tu estabilidad. A ver si te aclaras.
-Tienes mucha razón. Ni yo mismo me entiendo. Luego está la cuestión de la edad, la llevo veinte años. ¿Tú no tendrías miedo de hacer el ridículo?
-El sentido del ridículo está en uno mismo -dijo Braulio alzando la voz-. Tú sabrás si te merece la pena. El ridículo, el dolor, la tristeza, son riesgos que hay que correr. Que yo sepa, nada se consigue sin riesgo.

No dije nada durante unos instantes.

 -¿Sabes una cosa? No sé si estoy enamorado de Lucía o de lo que ella representa.
-Eso son pamplinas y ganas de marear. ¡Échale huevos, hombre!


Aquella noche pensé que, como otras veces, me estaba adelantando a los acontecimientos. La madurez sólo nos cambia en aspectos muy superficiales. Mis viejos temores volvían a impedirme disfrutar con plenitud lo que de manera sencilla la vida me ofrecía. Debía tomar las cosas tal como eran. Y lo único real en aquel momento era el hermoso cuerpo de Lucía dormido entre mis brazos.

Sin embargo mis previsiones resultaron certeras. Un día descansábamos en mi pequeño barco después de haber pescado con fortuna. La tarde era transparente y Lucía tomaba el sol a proa, despojada de la pieza superior del bikini. Yo estaba recogiendo los aparejos y ella me pidió un cigarrillo. Hice ademán de llevárselo, pero la muchacha gateó por la cubierta hasta situarse a mi lado. La abracé y deslicé mi mano por sus pechos, pero ella me rechazó con delicadeza y se volvió de espaldas. Sin mirarme dijo: