Sinopsis: Adrián Sánchez es un profesor de instituto y escritor aficionado que lleva una vida oscura y rutinaria en un pueblo pequeño. Una hermosa mujer y un misterioso individuo le convencerán para salir de su monotonía y emprender una peligrosa aventura.
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CAPÍTULO 1
Londres , 15 de agosto de 1985
El
señor Osborne pasó suavemente el pequeño plumero por la pulida superficie del
reloj de mesa que acababa de adquirir. Era una pequeña maravilla del siglo
XVIII y, pese a estar habituado a las obras de arte por su profesión de
anticuario, no dejó de admirar la gracilidad con que el artesano había tallado
la caoba que enmarcaba la esfera. Había conseguido el reloj a un precio ridículo
y esperaba obtener de su venta sustanciosos beneficios. Era aún temprano y el
mercadillo se hallaba poco concurrido por lo que el señor Osborne continuó
quitando el polvo y ordenando con meticulosidad su mercancía. La venta de
antigüedades había disminuido mucho en los últimos años, pero agosto era un
buen mes; tal vez escasearan los auténticos coleccionistas, pero abundaban los
turistas caprichosos capaces de pagar con desenfado elevadas sumas.
Sin
embargo, aquel hombre alto de aire distinguido que se había detenido ante el
puesto, no le pareció un turista corriente. No era inglés, desde luego, a
juzgar por el traje blanco de lino, el sombrero del mismo color y la llamativa
corbata roja. Más parecía un americano rico, el tipo de cliente que hacía
rentable el oficio. El señor Osborne se acercó y tosió con discreción. No le
gustaba ser demasiado solícito: era preferible que el posible comprador se
sintiera prendido de manera espontánea en la belleza de los objetos. El hombre
alzó la vista y sonrió:
-¿El
señor Osborne?
El
anticuario asintió y sus esperanzas de venta declinaron ligeramente: la
expresión de aquel hombre no era la de un cándido comprador. Se sintió, además,
algo confuso al advertir que el desconocido tenía un ojo de cristal.
-¿Está
interesado en alguna pieza, señor? -aventuró.
-Tiene
aquí cosas muy hermosas, señor Osborne, pero en realidad lo que deseo es hablar
con usted.
El
señor Osborne experimentó un pequeño fastidio y miró en derredor. El público
seguía siendo escaso; se encogió de hombros y dijo con amabilidad:
-Dígame.
-En
privado, a ser posible.
-¿De
qué se trata?
El
desconocido bajó la voz.
-Me envía Meyer.
El
cuerpo del señor Osborne se tensó imperceptiblemente y su mirada reflejó
desconfianza.
-Aquí
no podemos hablar y ahora no puedo abandonar el negocio. Mi empleado vendrá
enseguida. Hay un bar al final de la calle. Espéreme allí dentro de quince
minutos.
El
desconocido se alejó sin prisa, curioseando en otros puestos. El señor Osborne
se sintió inquieto y continuó sacudiendo el polvo maquinalmente. Hacía años que
no oía el nombre de Meyer. Acudió a la cita en el tiempo previsto; el hombre
del ojo de cristal le esperaba. Se sentó frente a él y pidió café.
-¿Qué
quiere? -dijo con alguna brusquedad.
-¿No
me pregunta por Meyer?
-Es
cierto. Estoy olvidando los buenos modales. ¿Cómo está Dan?
-Está
bien. Le envía recuerdos. Estuvimos hablando de los tiempos que ustedes dos
trabajaban juntos.
El
señor Osborne pareció abstraerse unos segundos. Luego recuperó el tono seco:
-Perdone,
¿qué le parece si vamos directamente al asunto?
-De
acuerdo, Osborne. Quiero proponerle un trabajo.
-Imagino
de qué trabajo se trata. Lo siento, no me interesa.
-¿No
quiere conocer los detalles?
-No.
Meyer debería haberle dicho que estoy retirado.
-Me
lo dijo -admitió el visitante sonriendo-; también me dijo que usted seguía
siendo el mejor.
-Meyer
es muy amable, pero se equivoca.
-Permítame
dudarlo. En el 75 realizó usted un trabajo excelente en Guatemala. En el 78
participó en el caso Kowalsky. En el 81 se dice que trabajó para Tel-Aviv...
¿Quiere que siga?
El
señor Osborne alzó una mano.
-No.
Espero que entienda esto de una vez. Estoy retirado, ¿comprende? Aquello
terminó. Escuche: tengo sesenta y cinco años y estoy cansado. Lamento decírselo,
porque viene de parte de Dan, pero está usted perdiendo el tiempo.
-Le
pagaríamos muy bien.
-Lo
supongo, pero no me interesa. Le ruego que no insista -dijo el señor Osborne
poniéndose en pie.
El
desconocido siguió sentado sin que parecieran desanimarle las negativas del
señor Osborne. Tras una corta pausa dijo:
-Su
verdadero nombre es Hoffman, ¿verdad?
Los
pálidos ojos azules del señor Osborne brillaron con hostilidad.
-Eso
pertenece al pasado -replicó -. Hace mucho tiempo que soy ciudadano británico.
-Lo
sé. Estoy bien informado. Sé también que usted vivía en Bélgica durante la
ocupación alemana y que padeció la persecución de los nazis. Tendría entonces
dieciséis o diecisiete años y tuvo que valerse por sí mismo para sobrevivir.
Algunos amigos y familiares suyos no lo lograron, otros tuvieron que huir. Su
hermano mayor, Aaron, consiguió pasar con mucho riesgo a Francia y de allí a
España, donde comenzó a vivir con nombre supuesto.
Sin
perder por completo su expresión correcta, el rostro del señor Osborne se había
contraído y el normal tono rosado de sus mejillas era ahora más intenso.
-¿Adónde
quiere ir a parar?
-Por
desgracia -siguió el hombre del ojo de cristal-, un tiempo después, cuando su
hermano estaba ya casado y había iniciado una nueva vida, un grupo fascista
descubrió quién era y lo secuestró. Su cadáver, horriblemente mutilado,
apareció poco después sin que hasta hoy nadie haya pagado por ese crimen.
El
señor Osborne volvió a sentarse.
-El
responsable de aquella muerte aún vive. Se da la circunstancia de que el
trabajo que le propongo ha de ejecutarse en España y que precisamente ese
hombre es nuestro adversario en esta operación.
La
mirada dura e impía del señor Osborne hubiera desconcertado a sus habituales
clientes, acostumbrados a la bonhomía y dulzura de trato del anticuario. Sin
modificar el tono de voz, dijo:
-Empiece
a hablar.
(Continuará)
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