lunes, 30 de noviembre de 2015

La revolución cantonal.


Esta serie me la envió mi amigo Alfonso Descalzo, y sin cambiar ni una coma ni atribuirme ningún mérito, la he convertido en post. Ignoro quién es el autor de los textos, pero espero que me permita utilizarlos y desde aquí le agradezco su amabilidad. Como se trata de un episodio de la Historia de España, no debería ser novedad para nadie, pero, tal y como el texto sugiere, muchos de estos delirantes sucesos han sido a menudo silenciados o maquillados. Que nadie  vea en esta entrada intencionalidad política. Si hay algún error, que me perdonen los historiadores.











































sábado, 28 de noviembre de 2015

La muerte de Artemisa (Novela) - Últimos capítulos -Epílogo.


(Ya podéis descargar gratuitamente la novela completa en los formatos epub o mobi. Ver columna derecha).

28

                                     MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.

El señor Osborne había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo. Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.

Sin previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.

-Ya no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.

Silvia no dijo nada y esperó.

-Todo depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-, nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo directo a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré contigo en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco, no me esperes.
-¿Cuándo nos separaremos?

-En cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.

La muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que acaso en realidad era.

-¿No hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No, no la hay.
-Entonces será mejor que tenga listas mis cosas.

Movió la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras meditaciones.




                                                                         29

                                                        EL HOMBRE DE MODA


Me costaba un gran esfuerzo mantenerme en pie, tenía una desagradable sensación de debilidad y me asaltaba un vértigo recurrente. Descubrí un lavabo y me mojé las sienes y la nuca, luego bebí agua en el cuenco de las manos. Me sentí mejor y me arriesgué a abandonar la sujeción de las paredes. Caminé hacia la ventana, cuya imagen se había convertido en un puerto de esperanza. Aspiré la fragancia de los pinos y dejé que la brisa me acariciara. A punto de saltar me di cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta. Después de todo no sería preciso utilizar la ventana.

Nadie me impidió abandonar el pabellón. El exterior estaba oscuro, aunque se veían luces en la dirección de la casa grande. La música sonaba con mayor intensidad y me pareció oír voces aisladas. Me planteé por primera vez cómo escapar de la finca. Por descontado la puerta principal estaría vigilada, pero debía existir una puerta de servicio o algún lugar de la tapia que pudiese escalar. Resolví seguir un sendero que me pareció el mismo por el que habíamos llegado. Eché a andar y traté de avanzar oculto por los árboles de la linde del camino, pero no sirvió de mucho esta precaución. Había avanzado escasos metros cuando una potente luz me enfocó directamente a los ojos y una voz familiar me conminó:

-No se mueva, no intente escapar.

Eran mis viejos guardianes. Me cubrí la cabeza con las manos y murmuré resignado:

-Está bien, no me moveré, pero aparte esa luz.

-Andando, le esperan.
-¿A mí? No puedo creerlo. ¿No se tratará de un error?
-Siga andando.
-Ya voy, ya voy. No me encuentro muy bien, ¿sabe? Ha debido sentarme mal algo.

El gorila me miró con asombro, pero no hizo ningún comentario. Me dejé llevar hacia la casa grande. Era un edificio blanco, macizo y sin gracia, si se exceptuaba una especie de mirador circular en el segundo piso que rompía la monotonía del caserón. Sobrepasamos lo que parecía ser la entrada principal y nos dirigimos hacia la parte posterior, de donde provenía la música y la mayor iluminación.


A mis ojos se ofreció un espectáculo deslumbrante. En torno a una piscina de contornos abstractos y transparentes aguas verdosas se movían, conversaban, nadaban o bailaban no menos de cincuenta personas. A un lado se extendía una inmensa pradera de césped que contrastaba con la sobriedad montaraz del campo circundante. En un ángulo, sobre un kiosco de música, actuaba un conjunto de rock. Se veían severos esmóquines, lujosos trajes de noche, largas túnicas de sugestivas transparencias y, en contraste, espléndidas ninfas semidesnudas que se arrojaban alborotando a la piscina. Ristras de farolillos de papel se cernían sobre las cabezas de los bailarines como un ingenuo techo de luz. Todos sonreían y parecían felices, incluyendo a los camareros que se desplazaban etéreos entre la gente ofreciendo la mercancía de sus bandejas. Estaba tan desconcertado que mis amigos tuvieron que obligarme a seguir. De pronto me preocupó el aspecto deplorable que yo debía presentar, pero ya algunas personas se habían percatado de mi presencia y, de entre ellas, vi que se destacaba el rumano Vianescu.

-¿Qué tal se encuentra, amigo? Veo que ya está recuperado-. Despidió con un gesto a los matones-. Venga por aquí, estoy seguro de que necesita comer algo.

Sin esperar respuesta me tomó del brazo y llamó a un camarero que se acercó velozmente. Personas desconocidas, de rostros curiosos, se acercaban a mí.

-El señor Sánchez está agotado y necesita comer -explicó Vianescu. Luego, señalando a la bandeja, me informó-: Mire, estos emparedados de foie son excelentes, coja uno, o mejor dos, eso es. Le recomiendo también estos canapés de salmón fresco; en cambio el caviar no es de lo mejor y no creo que le sentase nada bien en su estado actual.

El rumano iba acumulando comida en un gran plato que yo sostenía estupefacto. Otro camarero vino a aportar nuevas viandas.


-A ver que tenemos aquí. Ah, tortilla de patatas y jamón ibérico. Esto si que le conviene, Sánchez, alimentos sencillos de fácil digestión. Le serviremos un buen plato. Pero empiece a comer, hombre, no le dé apuro, tiene que recuperarse. Caramba, perdóneme, me había olvidado de la bebida. ¿Qué le vendría bien, un whisky? No, claro, usted no bebe whisky. Entonces vino, creo yo, precisamente están sirviendo un Borgoña muy agradable. ¿O prefiere Rioja? Bueno, este mismo. Tenga, sosténgalo  con la otra mano.

Pensé si no estaría todavía bajo los efectos de la droga. Tal era la sensación de irrealidad que me embargaba. Pero Vianescu tenía razón: no había tomado alimento en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Empecé a engullir comida ante la mirada sonriente de aquellas personas que se ofrecían a sujetarme la copa de vino y me brindaban nuevas exquisiteces.

-Bueno, ¿está en condiciones de seguir? -preguntó Vianescu-. Perfecto. Deje ahí su plato y traiga consigo su copa. Quiero que conozca a algunos amigos.

Conforme avanzábamos hacia el núcleo central de la fiesta, la gente se volvía a mirarme y los más audaces pedían ser presentados.

-Vianescu, preséntenos, por favor.
-Está bien. Mire, Sánchez, estos son... ¡Qué diablo, preséntense ustedes mismos! No pretenderán que recuerde todos los nombres.

Ellos sonreían y daban sus nombres y estrechaban mi mano como si yo fuese una celebridad.

-Yo fui amiga de Artemisa -dijo una mujer.
-¿Sabe que no ha muerto?

-¿No? ¿Y aquel cadáver?
-Era un cadáver falso.

Vianescu se reía ladinamente de mis palabras, que sin duda empezaban a contagiarse del ambiente.

-No se ría usted, Vianescu. Tengo pruebas de que Artemisa vive.-El rumano seguía sonriendo y me invitaba a seguir.
-No se pare demasiado con estos. Es gente de medio pelo, recién llegados que probablemente hoy disfrutan de su primera invitación y ya se creen con derecho a figurar.
-¿Por qué quieren conocerme?
-¿Cómo que por qué? ¡Es usted el hombre de moda, Sánchez! Pero no les haga mucho caso, a no ser que quiera acostarse con alguna jovencita. Si le apetece, dígamelo y le arreglaré una cita. Ellas estarán encantadas.

Era inútil preguntar, empezaba a dudar de mi propia coherencia. Aquello no encajaba en absoluto con todo lo anterior.

-Un momento, quiero que el Dr. Reuber le examine.
-Está totalmente recuperado -dijo el alemán después de tomarme el pulso.
-¿Es usted doctor?
-Bueno, eso depende -. Reuber dejó oír una risa cascada.
-En su especialidad, lo es -dijo Vianescu.

-No soy médico, si es eso lo que usted pregunta, pero soy un experto en explorar la mente humana.
-¿Y qué ha encontrado en la mía?
-Nada, mi querido amigo, absolutamente nada. No hay nada oculto en su mente, puedo asegurárselo.
-¿Está seguro?
-Por completo -aseveró Reuber mirando de reojo al rumano-. Si hubiera habido algo, usted nos lo hubiera dicho. La dosis de droga que ha recibido...
-Ha estado a punto de matarme.
-Bueno, no se excite -dijo Vianescu-. Ya ha pasado todo. Lo importante es que nunca existió ese mensaje subconsciente.
-¿Y de qué manera me afecta ese descubrimiento?
-De una manera no desfavorable -Vianescu sonrió enigmáticamente-. Pero sigamos, recuerde que esto es una fiesta y usted uno de los principales invitados.
-Más que un invitado, soy en realidad algo así como el ternero de dos cabezas o la mujer barbuda, ¿no?
-Es usted gracioso, Sánchez -rió Vianescu.

Nuevas gentes me rodearon y me asediaron a preguntas. Una chica joven, de cara anodina y no desagradable cuerpo, generosamente exhibido, me invitó a bailar. Acepté y nos dirigimos a la gran pista de baile. Era una pieza lenta y la muchacha se pegó a mi cuerpo e inició un experto frote ondulatorio en algunos puntos. Pero no estaba yo en mi mejor momento erótico. Separé a la chica con brusquedad y le pregunté:

-¿Cómo te llamas?
- Amalia
-Bueno, Amalia, ¿qué haces tú aquí?
-¿Qué? Estoy en la fiesta.
-Ya veo, pero ¿a quién conoces? ¿Quién te ha traído?
-He venido con Guillermo. Me ha traído Guillermo.
-Guillermo, muy bien. ¿Y quién es Guillermo?
-¿No le conoces? Pues es uno de los importantes.
-Te creo. ¿Cuál es su apellido?
-No lo sé -dijo Amalia desconcertada-. Nunca se lo he preguntado.
- Amalia, ¿crees que estás entre amigos?
-Claro, vaya pregunta.
-¿No crees que algunos puedan ser unos asesinos?
-¡Asesinos, qué cosa tan terrible!
-Pues lo son. Hace poco han estado a punto de matarme.
-¡Qué horror, no puedo creerte!
-Pues es cierto, te lo juro. Yo mismo llamaría a la policía si no me vigilaran tan de cerca. Pero podrías hacerlo tú. ¡Tú podrías llamar a la policía!
-¡No, no puedo hacer eso! -Era evidente que a la muchacha ya no le agradaba mi presencia.
-¿Por qué no?
-No le gustaría al Gran Padre.
-¡¿A quién?!

domingo, 22 de noviembre de 2015

Mozart y Haydn

Raoul Dufy- Orchestre symphonique.

Hay muchas formas de triunfar en la vida, pero sobre todo hay dos: la más espectacular es cuando el triunfo se convierte en éxito y el triunfador es aclamado por las multitudes; la otra forma, más callada, es la del hombre constante que triunfa más despacio y su obra, tan sólida o más, tarda en alcanzar un reconocimiento. Mozart y Haydn, para que me entiendan. Los partidarios de Mozart dirán que fue superior a Haydn, que fue un genio de la música y que, a pesar de su corta vida, escribió obras maestras  intemporales; los que simpatizan más con  Haydn, como quien esto escribe, dirán que fue menos espectacular pero más profundo, y que sentó las bases de la música sinfónica. La realidad es que ambos compositores se complementaron, se necesitaron, se admiraron y además fueron amigos.
Haydn inventó la sinfonía y el cuarteto de cuerda; Mozart engrandeció estas formas y superó a Haydn en la ópera. Los tríos para violín, contrabajo y piano de Haydn son insuperables; las sonatas y los conciertos para piano de Mozart marcaron el camino a Beethoven. 







martes, 10 de noviembre de 2015

La buena muerte

Pieter Brueghel el Viejo, El triunfo de la muerte, detalle, Museo del Prado, 1562

El griego Epicuro dijo: "El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos". Es una pena que el filósofo tuviera razón, porque si alguien nos pudiera relatar lo que ocurre después morir, sería una importante aportación a nuestra cultura. Ya se intentó en el siglo XIX y principios del XX, cuando florecieron los fantasmas, los médiums y las sesiones de espiritismo, pero todo ese movimiento se fue desinflando a causa de las frecuentes supercherías y la imposibilidad de demostrar aquellos pretendidos prodigios. En cualquier caso, tanto en creyentes como en agnósticos, un temor supersticioso hacia  la muerte no se ha perdido por completo, y en casi todos los códigos éticos del mundo existe un obligado respeto por la vida humana. Y es precisamente en el comienzo y el final de la vida, donde la supuesta infracción de esos códigos resulta más conflictiva. Hablo del aborto y la eutanasia.

Las colectividades han elaborado leyes que regulan estas dos situaciones, pero llama la atención la disparidad de criterio que existe entre los distintos países. Es obvio que la presión religiosa influye en la elaboración de estas leyes, pero no solo la religión, ya que tanto el aborto como la eutanasia son utilizados como instrumentos políticos:  de forma restrictiva, por parte de los partidos conservadores, y permisiva por parte de los partidos progresistas. Actitud lamentable en ambos casos, porque se convierten en etiqueta multiuso situaciones graves que requieren una mayor reflexión y soluciones distintas en cada caso individual.

Ni en la Grecia clásica ni en el Imperio Romano, el provocarse la muerte o ayudar a otro a morir planteaba problemas legales. Existía el concepto de que una vida indigna -fuera por enfermedad, ruina o desgracia política - no merecía la pena ser vivida. En la Edad Media,  la doctrina cristiana, pero sobre todo la Santa Iglesia Romana, cambiaron este concepto. Si la vida era un don otorgado por Dios, la persona incurría en pecado grave al disponer libremente de ella. Curiosa disposición que naturalmente no incluía las vidas arrebatadas en una guerra o en una ejecución, ya que estas muertes "estaban justificadas". Esta paradoja medieval - que no afectó al pensamiento oriental- no se ha extinguido y sigue vigente en nuestros días. Aunque estuviera inspirada por el clero, la espera resignada de la muerte fue también un hábito social. La muerte repentina (mors repentina et improvisa), se consideraba  una muerte mala (mala mors). Lo correcto era estar plenamente consciente para despedirse de familiares y amigos y poder presentarse en el más allá con un claro conocimiento del fin de la vida.

Jules-Élie Delaunay. Peste en Roma. 1869

Arnold Böcklin, La peste, Museo de Arte, Basilea, 1898

A finales de la década de 1340, la peste negra mató entre uno y dos tercios de la población mundial y miles de personas se enfrentaron a la muerte sin posibilidad de ser asistidos por un sacerdote. Esto causó frecuentes levantamientos populares y para mitigar  esta carencia, entre 1415 y 1450, apareció el tratado Ars Moriendi, de autor anónimo, en el que se daban consejos y reglas para morir bien. Presentaba la muerte como la última batalla que debe librar el ser humano para ganar la salvación de su alma. Los consejos de este libro no afectaban solo a los moribundos, sino también a los familiares y amigos,  que debían comportarse de manera adecuada  junto al lecho del doliente. 

Ars Moriendi.Tentación de la falta de fe; grabada por Maestro E.S. circa 1450.

El Ars Moriendi tuvo un éxito fulgurante en toda Europa y se siguió editando durante siglos.

En la sociedad actual, las leyes que regulan la eutanasia y el aborto no deberían estar influidas por los preceptos religiosos. Lo que una religión prohíbe a sus adeptos, no debería hacerse extensivo al resto de la sociedad. Pero los jerarcas del Vaticano hablan a menudo para toda la humanidad. Joseph Ratzinguer, antes de ser Papa, dijo estas palabras contradictorias o hipócritas  : "Aunque la Iglesia exhorta a las autoridades civiles a buscar la paz, y no la guerra, y a ejercer discreción y misericordia al castigar a criminales, aún sería lícito tomar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena capital. Puede haber una legítima diversidad de opinión entre católicos respecto de ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero no, sin embargo, respecto del aborto y la eutanasia"

Parece entonces que en nuestras sociedades democráticas occidentales, henchidas de derechos humanos, existe una doble vara de medir con respecto a la muerte: se contemplan homicidios legales  y homicidios  ilegales. Los legales son numerosos: la guerra en todas sus modalidades incluyendo las victimas colaterales, la pena de muerte, en los estados donde no está abolida (por supuesto el verdugo no es un homicida), la defensa propia con resultado de muerte, incluso inmolarse en un acto heroico que cause víctimas enemigas puede ser legal y hasta romántico, y no solo para los musulmanes si recordamos al Sansón bíblico. Sin embargo acortar la agonía de un enfermo o frustrar el crecimiento de un embrión, son homicidios ilegales, y para tener visos de legalidad deben ajustarse a confusas leyes que los anteriores homicidios, descritos como legales, no precisan. Y que además pueden depender de la objeción de conciencia de profesionales de la medicina, que hace valer sus creencias personales en nombre de la humanidad. ¿No hay una gran hipocresía en esas personas, supuestamente defensoras de la vida, que condenan el aborto y la eutanasia, y permiten las masacres bélicas en nombre de la democracia? 

Si un Papa dictaminara urbi et orbe que el aborto y la eutanasia, debidamente reglamentados, son homicidios legales, disminuiría la confusión entre los católicos y se privaría a los políticos -de derechas y de izquierdas- de una de sus demagogias preferidas. Homicidios legales y homicidios ilegales, piensen en ello.


viernes, 6 de noviembre de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA - CAPÍTULOS 25, 26 y 27.

                                                                         25

                                                  MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE



El señor Osborne se despertó muy temprano. Permaneció acostado largo rato escuchando el trinar de los pájaros y los escasos ruidos que provenían de la calle. Esperó hasta que su reloj de pulsera marcó las siete. Entonces se levantó sin hacer ruido. La habitación estaba sumida en una suave penumbra a la que el señor Osborne ya se había habituado durante la espera. Se vistió con rapidez, salió al pasillo y se encerró en el cuarto de baño. De regreso al dormitorio se detuvo ante la cama de Silvia. La muchacha dormía boca a abajo, abrazada a la almohada. Se ofrecía a la contemplación del señor Osborne un escorzo de su cuerpo apenas cubierto por el camisón. No la miró más allá de unos segundos y, procurando evitar el crujir de la madera, se acercó a la cuna. El niño estaba dormido. Se había despertado tres veces durante la noche y Silvia había atendido sus necesidades. El problema consistía ahora en mover al bebé sin que se despertara. Con sumo cuidado intentó levantarlo, pero el pequeño lloriqueó y el señor Osborne se quedó en suspenso. Luego, al ver que cerraba de nuevo los ojos, lo depositó con delicadeza sobre la cama. Algo hizo que se volviera y descubrió a Silvia sentada en la cama mirándole. El señor Osborne la observó un instante y ella sonrió con acento de disculpa. Con movimientos precisos levantó la colchoneta de la cuna y sacó el paquete alargado que aún seguía envuelto en el mismo plástico. Giró de nuevo la cabeza, pero Silvia ya no le miraba, parecía vigilar atentamente al niño. Fue hasta el otro extremo de la habitación, sacó del armario una bolsa de viaje y guardó en su interior el paquete. Miró hacia atrás y comprobó que la muchacha había devuelto el niño a su cuna. Sentada en la cama, seguía sonriéndole con sumisión. El señor Osborne hizo un breve gesto de despedida y salió de la habitación.



Le cegó la claridad del día. El cielo, de un azul intenso, estaba limpio de nubes y el sol reverberaba en los muros enjalbegados de las casas. Anduvo unos minutos orientándose por el ruido del tráfico hasta salir a una amplia avenida. Paró un taxi y ordenó al conductor que le llevara al aeropuerto. El coche le dejó en llegadas internacionales, cruzó rápidamente el hall y se dirigió a los lavabos. Esperó a que el recinto estuviera vacío y acto seguido se encerró en uno de los retretes, Se quitó el traje que llevaba y la corbata y lo guardó todo en la bolsa, de la que extrajo un uniforme azul, una corbata negra y una gorra. Se vistió con presteza y poco después pudo verse a un comandante de las Scandinavian Airlines salir de los lavabos. Cruzó de nuevo el vestíbulo, esta vez sin apresuramiento, llevando consigo el bolsón de viaje y se dirigió a la salida. Tomó de nuevo un taxi y pidió ir a un hotel céntrico. Si en el viaje anterior el señor Osborne no había despegado los labios, esta vez, a pesar de su escaso conocimiento del idioma, hizo comentarios comparando el clima de Madrid y el de Estocolmo y sobre la ajetreada vida de los pilotos.



Una vez en el hotel, se dirigió en inglés al recepcionista y le interrogó sobre la tripulación sueca que estaba alojada allí. El empleado movió con gesto dubitativo la cabeza y, tras consultar el registro, confirmó al señor Osborne que allí no había tripulación alguna ni existían reservas al efecto. Cabeceó el señor Osborne y masculló algo sobre una maldita confusión. Terminó pidiendo una habitación para dos noches. Cuando el recepcionista solicitó su pasaporte, el señor Osborne se palpó los bolsillos, repitió los cabeceos y dijo que debería estar en otra maldita maleta y en otro maldito hotel con el resto de la tripulación. Aseguró que en cuanto pudiese localizar a su grupo se lo entregaría. El empleado aceptó la excusa y le entregó la llave. El señor Osborne entró en la cafetería y pidió un desayuno inglés que consumió en poco tiempo. Luego se dirigió a los ascensores y subió a su habitación del séptimo piso.

Veinte minutos después volvió a bajar, dejó la llave en recepción y salió al exterior. El recepcionista no podía saberlo, pero para entonces la bolsa de viaje del olvidadizo piloto sueco había perdido una parte considerable de su peso. El señor Osborne se alejó del hotel a paso vivo y, al poco, aminoró la marcha seducido por la tibieza de la mañana. Caminó despacio por el andén lateral de la gran avenida, contempló con agrado el amarillear de los árboles, y, casi por primera vez, tomó conciencia de que se hallaba en España, un nombre que despertaba en su interior lejanos sentimientos. La primera parte de su misión había concluido y aunque existía una segunda -más difícil y decisiva-, no sabía con exactitud en que momento habría de iniciarse. Y eso era peligroso. El señor Osborne se daba cuenta de que la inactividad le hacía vulnerable a los recuerdos. Peligroso, muy peligroso. Por ello, trató de no considerar una descabellada ocurrencia que acababa de cruzar por su mente. Sin embargo era muy improbable que volviese a Madrid alguna vez. Entonces, ¿por qué no aprovechar la ocasión? Las probabilidades de que aquello interfiriese en la misión eran realmente escasas. Ante la parada de taxis se detuvo indeciso y trató de desproveer de toda afectividad al dilema. No lo consiguió. Otro signo de vejez, se dijo, no soy capaz de pensar fríamente. Admitida así la derrota no tuvo ya mayor problema en abrir la portezuela, acomodarse en el taxi y ordenar al conductor que le llevase a un lugar del Madrid antiguo.



No sabía con certeza adonde dirigirse y admitió la posibilidad de no encontrar lo que se había propuesto. El tiempo hacía borrosos los recuerdos. El coche le dejó en las cercanías de la Plaza Mayor, el único punto de referencia que poseía, y allí trató de orientarse. Callejeó por los alrededores, leyendo con dificultad los nombres de las calles sin dar con la que buscaba. A la vista de la poca efectividad de sus pesquisas decidió preguntar -no sin cierta prevención- a un agente municipal, que le atendió con inesperada solicitud, lo que no dejó de sorprenderle, hasta que recordó que iba vestido de uniforme. El guardia aclaró al señor Osborne que la calle en cuestión había cambiado de nombre y le explicó con profesionalidad cómo encontrarla.

Resultó ser una calle corta y estrecha. El señor Osborne la recorrió varias veces y leyó con atención los rótulos de los establecimientos, pero ninguno de aquellos nombres tenía significado para él. Entró en el único bar de la calle y pidió una cerveza. Le sirvió un muchacho joven y el señor Osborne vaciló antes de hablar.

-¿Sabe si existe o existía en esta calle un sitio llamado Cervecería Amberes?
-No señor -replicó el chico-, pero le puede preguntar a mi padre. Ahora le aviso.

El dueño del bar era un hombre calvo y sonriente. El señor Osborne repitió la pregunta.

-¿Cervecería Amberes, dice usted? Pues no caigo.
-¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?
-¿Que si llevo? Figurese, la taberna la puso mi padre.


-El propietario de la cervecería era extranjero. Se llamaba Hoffman.
-¿Hoffman? ¡Calle, ya sé quien dice! Usted habla de la señora Sofía, la del 15, que el marido era extranjero y lo mataron. Era yo un chaval, pero aún me acuerdo. Fue muy sonado.

El señor Osborne notó una sensación parecida a la falta de aire, pero su expresión no cambió.

-Si hombre, ya me acuerdo -siguió el tabernero-. Tenían un bar, como usted dice, pero no en esta calle sino en la paralela. La señora Sofía lo vendió al poco de ocurrir lo de su marido. Luego tiraron la casa y construyeron un edificio nuevo.
-¿Sabe usted si es posible encontrar a la señora Sofía?
-Pues claro. Vive en esta misma calle, ya le digo, en el 15. Creo que es el segundo izquierda.

El señor Osborne agradeció la información al tabernero y durante un rato soportó con cortesía su locuacidad. Localizó si dificultad la casa y el piso y pulsó el timbre con decisión. Salió a abrir una joven, casi una adolescente, de melena lisa y grandes y confiados ojos azules.

-¿Qué desea?
-Quisiera hablar con la señora Sofía. ¿Es posible?



La muchacha le miró con suspicacia, extrañada de su acento más que de otra cosa. Se volvió hacia el interior y dijo:

-Abuela, te busca un señor.

El señor Osborne calculó que la mujer que vino a su encuentro tendría más o menos su misma edad. Aún era una mujer atractiva. En sus ojos había un destello de arrogancia que sorprendió al anticuario.

-Usted dirá.

Absorto en la contemplación, el señor Osborne no parecía dispuesto a hablar, pero, al percibir la extrañeza de la mujer, dijo en voz baja:

-Sofía, soy Peter... Peter Hoffman.




                                                                         26

                                                       FOR THE GOOD TIMES



La macroestructura acristalada de la Seymour & Davidson se alzaba en la zona norte de La Castellana. Las gigantescas letras iluminadas del anagrama S & D eran familiares en la noche madrileña. Se me antojó simbólico mi acercamiento a la mole de acero y cristal, pero procuré desproveer de todo sentido épico a mis actos y concentrarme en la sencilla idea de que iba a saludar a un amigo. Imaginé que en días de trabajo hormiguearía en el interior del edificio un ejército de empleados, pero aquella mañana de sábado sólo un solitario vigilante armado, que no disimuló su extrañeza ante mi lamentable aspecto, acudió a mi encuentro.

-Quisiera ver al señor Sinclair.
-Las oficinas están cerradas.
-Sí, pero el señor Sinclair está aquí. Me han informado en su casa.
-¿Quiere darme su nombre?

Se lo di y el vigilante se retiró y habló a través de un teléfono interior.

-El señor Sinclair le recibirá. Su carné de identidad, si hace el favor.- Anotó mis datos y me devolvió el carné y una tarjeta de control-. Póngase esto, por favor. Piso catorce, ala norte, despacho 216. Por aquellos ascensores.

El ascensor ascendió con un suave susurro y sólo mi estómago acusó la disparatada velocidad del artefacto. Frenó con dulzura y mis vísceras se reorganizaron. Salí a un hall que se prolongaba en dos interminables corredores a derecha e izquierda. Elegantes rótulos de letras doradas indicaban: North Side y South Side. Puse rumbo norte y me adentré en el corredor. El silencio era tan sobrecogedor como la soledad. Mis pies se deslizaban sin ruido sobre gruesas alfombras y en los recodos encontré mesas vacías que imaginé ocupadas, en los días de labor, por eficaces secretarias. Avisté al fin una puerta marcada con el número 216 y entré sin llamar. Una secretaria de mediana edad se levantó a recibirme con expresión solícita.



-¿Señor Sánchez? Pase, por favor.

Empujó otra puerta que, al abrirse, descubrió la figura de Jorge Sinclair.

-Adrián, qué sorpresa.
-¿Qué tal Jorge? Cuánto tiempo sin vernos.
-En efecto. Pero hombre, ¿qué te ha pasado?
-Un pequeño accidente.

Nos fundimos en un abrazo y nos palmeamos la espalda, mientras la eficiente secretaria sonreía a media boca y salía de la habitación dejándonos solos. El despacho era un derroche de piel y maderas nobles. La mesa era de caoba maciza y las estanterías de madera y cristal. Había en un ángulo un tresillo Chester de color burdeos y de las paredes, también forradas de madera, colgaban cuadros de firma. Todo indicaba que mi amigo Sinclair tenía un rango elevado en la compañía. A Jorge lo hubiera reconocido en cualquier lugar: estaba algo más grueso y su pelo se había agrisado, pero sus piernas cortas y separadas, su cuerpo trapezoidal, casi sin cuello, y su cabeza en forma de pera no eran materia de confusión. Sobre todo persistía en mi memoria aquella mirada lúcida y dura que desconcertaba a los que pretendían mofarse de su poco agraciado físico.

-Bueno, bueno, el viejo Adrián. Siéntate, hombre. ¿Quieres un whisky? Tengo un Malta especial.
-Prefiero ginebra -dije sentándome en uno de los sillones.


-Ah, pues la ginebra que tengo es nacional.
-Esa es buena, Jorge. Antes sólo bebíamos ginebra a granel.
-Es verdad. Creo que no he vuelto a beberla desde entonces. Aquí tienes.-Me alargó un vaso tallado y añadió-: For the good times.
-For the good times -contesté repitiendo la antigua fórmula de cuando la pedantería nos hacía brindar en inglés por los viejos buenos tiempos.
-Creo que no te veía desde tu boda -decía Jorge-. ¿O no estuve en tu boda?
-No, nos vimos después, en una cena.
-Cierto. Al que he visto hace poco es a Escudero, ¿te acuerdas de Escudero?

Surge le conversación trabada de recuerdos, de noticias, de nombres ausentes, sin esfuerzo, como si el tiempo apenas contase. Veo a Jorge feliz, su expresión es relajada e intuyo que distinta a la cotidiana. Lo veo contento de verme, de hablar conmigo y me pregunto qué estoy haciendo aquí, si él sabe a qué vengo y por qué debo romper este momento. Los vasos se agotan y Jorge los rellena mientras rememora alguna fabulosa hazaña. Hay de pronto un silencio, un remanso en la conversación, y Jorge me mira con sus ojos duros y lúcidos y apenas sonríe.

-Bueno chico, estoy encantado, pero me has cogido hasta aquí de trabajo. ¿Por qué no cenamos juntos una noche de estas y seguimos hablando?

Comprendí que era necesario abandonar el pasado. Sinclair también lo sabía y me forzaba suavemente a ello.



-En realidad, tengo que hablar contigo de un asunto muy concreto. Un asunto urgente, Jorge.
-Muy bien, tú dirás.
-Estoy metido en un buen lío, Jorge.
-¿Un lío de faldas, de dinero...?
-No, no es nada de eso -aferré con ambas manos mi vaso y agregué -: Tú sabes a lo que he venido, Jorge.

Me miró con curiosidad sin afirmar ni negar nada, bebió un sorbo de whisky y pareció esperar a que yo continuase.

-A qué andarnos con rodeos, Jorge. Somos amigos. Sería estúpido andar con fingimientos. Hay una especie de juego en el que yo estoy metido y del que tú también formas parte.

Alce los ojos para observar su rostro. Su expresión no había variado. Dejó pasar unos segundos y se reclinó en su sillón con el vaso en la mano.

-¿Qué te hace pensarlo, Adrián?
-Bueno, hay una serie de hechos que me han llevado hasta ti. Si no los hubiera, si yo no tuviera la certeza de que tú estás implicado, no estaría aquí proponiéndote adivinanzas. Si no sabes de qué estoy hablando o no quieres darte por enterado, no insistiré. Habremos tomado unas copas y en paz. ¿Qué me dices?


-Lástima -movió una mano con aire resignado y concentró su atención en el fondo del vaso-. Hubiera preferido que esto fuera únicamente una reunión de antiguos compañeros. Pero tienes razón, hay que afrontar los hechos aunque no sean tan agradables, Adrián.- Permaneció unos instantes en silencio y luego me miró con una expresión distinta -: Voy a proponerte algo. Vete de aquí, desaparece, regresa a tu casa.
-¿Que me vaya? ¿Así, sin más?
-Eso es.
-¿Y no me ocurrirá nada? Quiero decir...
-Yo garantizo tu seguridad -dijo Jorge con firmeza.
-Eso quiere decir que a nadie le va a inquietar lo que he averiguado, o simplemente el hecho de que esté vivo.
-Precisamente.
-¿Y la policía?
-Todo puede arreglarse.
-Realmente tu proposición es muy generosa, Jorge. No pensé que todo resultara tan fácil -dije, y Sinclair no consideró necesario hacer ningún comentario. Pero para mí, las cosas no estaban tan claras.- Todo esto es un poco desconcertante, ¿sabes? Estos últimos días han sido de gran tensión. Me han ocurrido muchas cosas, me han golpeado -señalé vagamente mi rostro-, he tenido miedo, ha muerto gente... y tú me pides simplemente que me olvide de todo y me vaya. No sé, no acabo de entenderlo.


-Las cosas son así: has de tomarlo o dejarlo -atajó Sinclair-. Lo que por desgracia no puedo ofrecerte es una compensación a tus esfuerzos, una explicación, que es lo que estás buscando, supongo. Créeme, te aconsejo lo más conveniente. Quiero ayudarte. Sólo te pido que te olvides de este negocio.

Sentí deseos de moverme, de caminar por aquel mundo de alfombras silenciosas y mirar desde lejos a Jorge para distanciarme un poco de los recuerdos. Sabía cuales iban a ser mis próximas palabras y no podía hacer nada para evitarlo.

-Me pides más que eso, Jorge.
-¿A qué te refieres?
-Me pides que renuncie a mi dignidad.