jueves, 24 de septiembre de 2015

Almas gemelas

Firenze. Leonardo Régnier. 2013.


Causalidad y casualidad solo se parecen en el sonido. La causalidad es una constante en nuestro universo, la razón nos dice que en todo proceso existe una causa previa. Siempre y cuando vivamos en un tiempo que fluye de atrás a delante: si el tiempo se inmovilizara, fluyera indistintamente hacia el pasado y el futuro, o sencillamente no existiese, desaparecería la necesidad de una relación causa-efecto. En determinados fenómenos cuánticos, por ejemplo, parece no existir causalidad, lo que no es extraño porque se trata de otro universo, o una parte del nuestro con sus propias leyes, o una locura que nadie entiende.
Una casualidad es otra cosa, aunque haya una relación. Que un suceso sea casual, no implica que suceda sin causa, la tiene, pero no la conocemos. Hablamos de casualidad cuando vivimos un hecho imprevisto, que nos sorprende porque no podemos determinar su causa. Es hasta cierto punto frecuente en la investigación, hallar algo distinto a lo que se está buscando. Serendipity, lo llaman en inglés. ¿Usted diría que Flemming descubrió la penicilina por casualidad, o Marie Curie el radio? En ambos casos fue un hallazgo no buscado, pero si ambos científicos no hubieran trabajado intensamente, cada uno en su terreno, no se habría producido el descubrimiento.

Muy diferente es la coincidencia de pensamiento o de acción entre dos personas, aunque a veces también sorprenda. Es lo que Jung llamaba sincronicidad, aunque no supiera explicar científicamente este proceso. La neurociencia explica este fenómeno asociativo de una manera que me parece convincente. Todo reside en nuestro cerebro inconsciente (no confundir con el subconsciente freudiano, aunque sean términos relacionados), que es, como ahora sabemos, el regulador del 80% o más de nuestro comportamiento, incluyendo la ideación no reflexiva. Todas nuestras percepciones del mundo material, las que captamos por los sentidos, pero también las ideas y emociones que incorporamos por la convivencia, la lectura o por cualquier modo no atribuible directamente a los sentidos físicos, se acumulan en nuestro cerebro inconsciente y son elaboradas, con participación o no de nuestra conciencia.

En el estrato más primitivo de nuestro cerebro inconsciente están los reflejos de supervivencia. Si uno se encuentra en la selva con un león, corre, y si un conductor va a estrellarse, pisa el freno a fondo. En ambas acciones la conciencia no interviene para nada, es más, se entera después y a veces ni se entera. "¿Qué ha pasado?", suele preguntar el conductor si sobrevive al accidente. Si el cerebro inconsciente no es todo lo rápido que sería de desear, el león se come al paseante selvático y el conductor no evita la catástrofe.
Pero el cerebro inconsciente no solo es responsable de las acciones reflejas. Estructura habitualmente casi todos nuestros esquemas de comportamiento. Imagine que usted empieza un trabajo nuevo. El primer día, desde que suena el despertador, desayuna, sube al autobús o conduce, saluda a sus compañeros y desarrolla su cometido, hasta que vuelve a su casa y se desmadeja en el sofá, habrá empleado "los cinco sentidos" en hacer bien las cosas. Es decir, cada acción estará precedida por una reflexión consciente, lo cual es agotador, porque la conciencia es lenta y dubitativa. A los pocos días, si no le han despedido, su cerebro consciente cederá el mando al cerebro inconsciente, que es más rápido y eficiente, y usted realizará a la perfección todos esos actos cotidianos mientras piensa en su novia o en el coche que le gustaría tener.

Ahora bien, si lo que quiere es comprarse un piso tendrá que reflexionar y usar su cerebro consciente, porque es una acción infrecuente en la que influyen muchos factores. Pero aun en este caso, gran parte del proceso electivo correrá a cargo del estrato inferior de su cerebro, ya que presentará ante usted esquemas adquiridos que quizá ni siquiera recuerda: cómo es la casa que usted vio un día y deseó tener, la orientación del edificio, el capricho que siempre tuvo de tener un despacho o cómo imaginó que serían la cocina y los sanitarios. La satisfacción que obtendrá si el inmueble que compra cumple todos o algunos de esos objetivos, la experimentará en su conciencia, pero en realidad procede de su cerebro inferior que ha visto realizadas sus expectativas.

En las relaciones entre personas el proceso es muy semejante. Uno puede conocer a una persona, no importa el sexo, y tardar meses o años en estructurar una relación con ella, o no tenerla nunca; por el contrario, puede establecerse un flujo de empatía inesperado entre ambos y crearse una precoz relación cordial. Aunque una reflexión del cerebro consciente, posterior al encuentro, puede aportar elementos concluyentes, el mayor trabajo recae una vez más en el cerebro inconsciente. Dicho en lenguaje coloquial: caerse bien o mal, eso que llamamos primera impresión, depende de la resonancia que se establezca entre los cerebros inconscientes de las dos personas. Si entre esos dos individuos la forma de percibir y la elaboración posterior de un hecho es muy distinta, no existirá afinidad entre ellos. Si por el contrario, esas dos personas han aprendido a percibir y sentir de una manera semejante, descubrirán de manera inconsciente que son afines en muchas cosas. Podría decirse que sus cerebros inconscientes han empezado a trabajar de forma sincrónica. Esta es la razón por la que dos personas, al conocerse, pueden descubrir con sorpresa que piensan de manera parecida, o dicho de manera más técnica, se reconocen uno en el otro. Expresiones coloquiales como "somos almas gemelas" o "me has leído el pensamiento" derivan de esta circunstancia. Son las afinidades electivas que tanto le extrañaban a Goethe.

El que esta circunstancia devenga en amor súbito o sea el comienzo de una buena amistad, ya es una cuestión más literaria que científica.

jueves, 17 de septiembre de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA. (Novela). CAPÍTULOS 22 Y 23



22

                               MADRID, 11 DE SEPTIEMBRE, 10,30 DE LA NOCHE.

Cuando el señor Osborne entró en Madrid tuvo alguna dificultad para orientarse, pero preguntando a un par de transeúntes y con la ayuda de un plano, consiguió llegar a su destino. Era una antigua colonia de pequeños chalets, con calles poco transitadas, inmersa en una zona céntrica poblada densamente, uno de esos inesperados reductos de paz que el desmesurado crecimiento de la gran ciudad no ha logrado aniquilar. Las casas y los minúsculos jardines mostraban signos de deterioro, pero el señor Osborne pensó que era el lugar adecuado para sus propósitos. Estacionó el Volvo a la altura de una casa de dos plantas, en cuya verja de entrada una tablilla señalaba el número 23. Descendió del coche e inspeccionó en derredor: la calle estaba desierta y la única iluminación provenía de una farola emplazada a diez o doce metros. No se observaba luz en las viviendas contiguas. La verja estaba abierta y tampoco tuvo dificultad para franquear la puerta de la casa con la llave que encontró enterrada en una determinada maceta de geranios. Regresó al coche, indicó a Silvia que entrara con el niño y se dispuso a descargar el equipaje.

El interior estaba limpio y acogedor. La planta baja se reducía al recibidor, un saloncito y la cocina. En el piso superior había dos habitaciones vacías y otra más grande equipada con dos camas. Había dos teléfonos intercomunicados, uno en el saloncito y otro en el dormitorio. El señor Osborne verificó que ambos funcionaban. Silvia investigó en el frigorífico y en los aparadores y le informó que disponían de alimentos para más de una semana. El pequeño dormía con tranquilidad. En un armario había varias botellas, entre las que el señor Osborne encontró una de su whisky favorito. Hizo un gesto a la muchacha, que sonrió y fue en busca de dos vasos.

Sentados uno frente al otro, en dos butacas estilo años veinte, bebieron en silencio. Al cabo de un rato, el señor Osborne preguntó:

-¿Estás asustada?
-Estoy en tensión. Pero usted me da seguridad.



El señor Osborne fijó en la muchacha sus ojos sin expresión y se bebió de un trago el resto de whisky. Silvia no dejaba de mirarle con ojos tímidos y una sonrisa suave en los labios.

-¿Tú sabes quién soy yo? -preguntó el anticuario.
-Algo me han dicho.
-Seguramente han exagerado -dijo el señor Osborne en voz baja. La mujer amplió su sonrisa sin decir nada.- Sin embargo, no sabes para qué estamos aquí.
-Algo me imagino.
-¿Y no sientes escrúpulos?
-¿Los siente usted? -preguntó ella con una audacia que sorprendió al señor Osborne.
-Francamente, no -confesó el hombre. Y después de un silencio-: Supongo que estás en esto por dinero.
-Claro. Esto es más rentable que arrastrarse desnuda por las barras de los garitos. Y menos aburrido que la prostitución.

El señor Osborne no contestó y pareció refugiarse en la máscara de inexpresividad habitual en él. Silvia insistió:

-¿Usted no lo hace por dinero?

El señor Osborne no pareció haber oído la pregunta, pero al cabo de un momento la muchacha le oyó decir:


-Sí, naturalmente por dinero. Siempre ha sido así. Aunque a veces me pregunto si existirán otras razones para llevar esta clase de vida.
-¿Cómo empezó usted?

El anticuario parpadeó. No entraba en sus planes una conversación en exceso personal con su compañera de trabajo y le irritó un poco la insistencia de Silvia. Pero de pronto sintió que había estado solo demasiado tiempo y se dijo: Después de todo, ¿por qué no? Este es mi último trabajo y es un trabajo distinto. Casi sin entonación, con voz cansada, empezó a hablar:

-Empecé en la Resistencia belga y allí aprendí muchas cosas. Era muy joven y me dediqué al activismo con toda mi energía. La contienda fue dura, pero sobreviví. Después de la guerra me encontré desfasado. Me pasaba lo que a mucha gente, no sabía vivir sin un arma en la mano, no me adaptaba a la paz. Intenté buscar un empleo, pero me había quedado solo y había pocas cosas que supiese hacer. Un día, alguien se acordó de mí y me propuso volver al activismo. Acepté. No había una gran guerra pero había pequeñas guerras; había complots, intrigas, conspiraciones y era una forma rápida de ganar dinero, haciendo además lo que mejor sabía hacer.

Se sirvió otro vaso de whisky y meditó unos instantes.

-No es sólo el dinero, debe haber algo más -prosiguió -. Pero un buen activista no puede pararse a analizarlo, si lo hiciera no podría seguir. Si uno se preguntase por qué mata, dejaría de matar y se convertiría en víctima. Una muerte no se justifica por nada, ni siquiera por dinero. Hay que matar sin justificación. Algunos -bebió un largo trago- se engañan al pensar que matan por una idea, se vuelven fanáticos y creen defender una causa. Pero se engañan, todos matamos por lo mismo.

Siguió un largo silencio que Silvia no quiso interrumpir. El vaso del hombre estaba vacío y Silvia, sin decir nada, lo volvió a rellenar. El señor Osborne se lo llevó a los labios con un movimiento automático. Estuvo así, quieto, sin beber y luego dijo:

-La cuestión es saber si no soy ya demasiado viejo.
-A mi no me lo parece -dijo la muchacha y el señor Osborne la miró con intensidad. Después, en voz más baja, Silvia añadió-: ¿Quiere que hagamos el amor?

El señor Osborne se sobresaltó.

-¿Por qué?

La muchacha hizo un gesto desenvuelto.

-Me da seguridad.

El señor Osborne creyó comprender. Intuyó que la vida debía ser dura para las chicas como Silvia y, en cierta manera, se sintió conmovido. Sin embargo rechazó la idea con violencia. Ya habían llegado demasiado lejos en el aspecto íntimo y el señor Osborne lo atribuyó a la cantidad de licor ingerida. Le dominó un molesto sentimiento de culpabilidad y se arrepintió de haberle hecho confidencias a su compañera. Con deliberada frialdad dijo:

-Olvídalo. Limítate a cumplir tu trabajo.

Se levantó bruscamente, sin mirarla, y se acercó a la cuna del niño.



                                                                        23

                                               EN LA CORTE DEL REY ARTURO

Itciar y Cortés llegaron a la hora prevista al bar donde el misterioso comunicante había citado al periodista. Era noche de viernes y las calles estaban concurridas. Se mezclaba la gente del barrio con otros ejemplares, bien trajeados y encorbatados, cuya curiosidad superaba el temor de adentrarse en un ambiente supuestamente marginal. El Rialto era una antigua taberna transformada en bar de copas. Potentes altavoces difundían música caribeña. El bar estaba lleno. El personal desbordaba los límites del local y, vaso en mano, permanecían en la acera formando corrillos.

Lograron abrirse camino entre la gente y, no sin dificultad, alcanzar la barra. Rodrigo pidió bebidas y esperó diez minutos, tal y como le habían indicado. Transcurrido ese tiempo se dirigió a los lavabos. Antes advirtió a su amiga:

-Espérame aquí y no te muevas. Si ves algo raro o que tardo en salir, sal pitando. Hay un coche de la policía en la plaza.
-Ten cuidado, Rodrigo.
-Bah, no te preocupes. A lo mejor todo es una broma. Y con la gente que hay aquí, ¿qué me puede pasar?

Se perdió entre la muchedumbre. Al fondo de un corredor encontró los servicios. Empujó la puerta y entró en un espacio reducido y mal ventilado que olía a orines y a desinfectante. No se veía a nadie. Probó la puerta de uno de los retretes y la encontró cerrada. Empujó la del contiguo, que cedió, y se encerró en el cubículo. Pasó un tiempo sin que ocurriese nada. El silencio era sólo interrumpido por el siseo de las cisternas. Del retrete de al lado le llegó una voz susurrante:

-¿Cortés?
-Sí, soy Cortés.
-Hable bajo.
-De acuerdo. ¿Qué me quiere contar?
-Su periódico insinúa que hay algo raro en la muerte de Artemisa.
-Sí.

La voz tardó un poco en volver a hablar.

-Tienen razón.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo sé, eso es todo.
-¿De qué se trata? ¿Qué es lo raro?
-Lo más raro es que la chica está viva. La he visto ayer.
-¿Dónde?

Se abrió en ese momento la puerta de los lavabos y entró alguien. Cortés enmudeció. Enseguida se oyó el sonido de un chorro golpeando contra el urinario y luego el ruido seco de una cremallera. Se escuchó el correr del agua y una exclamación ahogada, causada seguramente por la ausencia de toalla. Volvió a oírse la puerta y después volvió el silencio. Cortés se arriesgó:

-¿Dónde ha visto a la chica?
-En casa de los García Conde, ya sabe.
-¿Cómo sé que no miente?
-Ya le he dicho que tengo pruebas.
-¿Qué pide a cambio?
-Nada. No me interesa el dinero. Hago esto por motivos personales. Tengo una cuenta pendiente con ellos.
-¿Por qué no se lo dice a la policía?
-Podría traerme complicaciones.
-Bueno, ¿dónde están las pruebas?
-Súbase a la taza y mire en la cisterna.

Hizo Cortés lo que le pedían y tanteó en el depósito. Sus dedos tropezaron con un envoltorio de plástico sujeto al interior de la cisterna con cinta adhesiva. Dentro del plástico había un sobre y de él extrajo Cortés una fotografía en la que aparecían dos mujeres. La foto era de mala calidad, estaba oscura y desenfocada. Una de las mujeres recordaba a Artemisa.

-La foto no es muy clara.
-¿Qué quiere, una foto de estudio? Bastante es para las condiciones en que fue sacada.
-¿Cómo sé que no está hecha antes de su muerte?
-No lo puede saber, tiene que creer en mi palabra.
-Pero yo no puedo publicar esto sin garantías.
-Eso usted verá. No puedo ofrecerle otra cosa.
-¿Qué más sabe de este asunto?
-Sólo cosas aisladas. Hay algo que va a suceder pronto, algo importante, pero no sé que es.
-Siga.
-No hay más.
-¿Me avisará si se entera de algo?
-No creo que pueda. Me he arriesgado mucho.
-¿Conocía usted a Artemisa?
-Escuche, esto se ha acabado. No abra la puerta cuando yo salga. Espere cinco minutos y después váyase.

Cortés se resignó. Oyó cómo se abría la puerta del retrete  de al lado y luego la de los servicios. Esperó impaciente a que transcurriera el plazo y se precipitó a la salida. Encontró a Itciar donde la había dejado hablando animadamente con un tipo corpulento de pelo largo. Tiró de la chica hacia la salida mientras la increpaba:

-Joder, eres el colmo. Yo jugándome el pellejo y tú tan tranquila ligando con el primero que se te acerca.
-No te pases, Rodrigo. ¿Qué has averiguado?
-Te lo contaré por el camino. Vamos a vuestra guarida.

martes, 15 de septiembre de 2015

Tu nombre me sabe a hierba


Grant Haffner.Good Night Scuttle Hole road -  acrylic on wood panel. 

Durante un ensayo en Weimar, en 1842, Franz Listz sorprendió a la orquesta cuando exclamo: "Por favor, caballeros, ¡un poco mas azul, ese tono lo precisa!". Y en otro pasaje "Este es un violeta profundo, por favor, ¡no lo olviden! ¡No tan rosado!" El famoso compositor húngaro era sinestésico.

Davis Hockney. Mr and Mrs Clark and Percy (1970–71), Tate Gallery, London


¿Pero qué es la sinestesia? Sepamos lo que dice la ciencia: "Sinestesia es la asimilación conjunta o interferencia de varios tipos de sensaciones de diferentes sentidos en un mismo acto perceptivo". Pero esta definición tan académica no nos descubre la magia de este fenómeno. Un sinestésico puede oír colores, ver sonidos, y percibir sensaciones gustativas al tocar un objeto. No es que lo asocie o tenga la sensación de sentirlo: lo siente realmente. ¿Cómo es posible este prodigio? Todavía no sabemos muy bien porqué se produce, a pesar de que ya era conocido por los filósofos griegos. En 1880, Sir Francis Galton publicó la primera comunicación científica sobre la sinestesia. Hasta entonces, los que aseguraban que la música tenía color o que podían saborear las palabras eran considerados dementes. A causa de esto, muchos sinestésicos preferían ocultar sus percepciones, y otros canalizaban sus habilidades por la vía del arte, terreno en el que su "excentricidad" era menos comprometida. Si en el siglo XIX este fenómeno se consideraba un trastorno mental, podemos imaginar su significado en la Edad Media. Cuántas personas habrán sido condenadas a la hoguera, acusadas de brujería, o sometidas a tenebrosos exorcismos, solo por confesar que percibían los colores del viento o el sabor de los nombres.
Piet  Mondrian. Composición en rojo, amarillo, azul y negro, 1926. 

¿Pero es o no es un trastorno mental la sinestesia?  Esta era la respuesta de Oliver Sacks: “Hace veinte años, la sinestesia –unión automática de dos o más sentidos- era considerada por los científicos (y eso cuando se la tenía en cuenta) como una curiosidad rara. Ahora debemos considerarla como una parte esencial y fascinante de la experiencia humana”. Y debía tener razón, porque para la mayoría de los "afectados", la sinestesia funciona como un don que enriquece su experiencia del mundo. Vladimir Nabokov, un sinestésico reconocido, en su autobiografía Speak, Memory, nos explica: ”Resulta inexacto decir que uno ‘sufre’ de sinestesia. La verdad es que se trata de algo que se agradece tener. Cuando era adolescente, padecí un periodo de depresión y una de las cosas peores que experimenté fue que todos mis colores adquirieron el tinte grisáceo del cartón mojado. Sabía que estaba mejor cuando todo recuperaba un brillo total de Technicolor. El único inconveniente es que, cuando alguien está hablando, es fácil distraerse con los colores de sus frases. (...) Para mí, por ejemplo, una H es siempre de color rojizo anaranjado, mientras que la L adopta el mismo tono que la leche en un tazón de cereales”
No está claro si Rimbaud y Baudelaire fueron sinestésicos auténticos, sobre todo el segundo, ya que las drogas, sobre todo el LSD, pueden crear sensaciones sinestésicas, y Baudelaire, como se sabe, era muy dado a experimentar con estas sustancias.
"Como largos ecos que de lejos se confunden
En una tenebrosa y profunda unidad,
Vasta como la noche y como la claridad,
Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.
Hay perfumes frescos como carnes de niños,
Dulces como los oboes, verdes como los prados,
– Y otros corrompidos, ricos y triunfantes".
....
(Charles Baudelaire. Correspondencias).

Es famoso el soneto de Arthur Rimbaud, titulado "Voyelles", que en su inicio describe los colores de las vocales. Comienza así:
"A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales
Yo diré algún día vuestros nacimientos latentes:
A, negro corsé velludo de las moscas brillantes
Que zumban alrededor de hedores crueles",

Vassily Kandinsky. Points, 1920, 110.3 × 91.8 cm, Ohara Museum of Art

Hay muchos poseedores de este don entre los pintores. Sabemos que David Hockney, es sinestésico, y quizá lo fueron tambiénMondrian y Klee. Seguro lo fue Vassily Kandinsky, quien en sus cuadros afirmaba combinar cuatro sentidos: olor, color, tacto y olor. Grant Haffner, uno de cuyos cuadros encabeza este post, no sabemos si se confiesa sinestésico, pero ha dicho:  "En la carretera soy una parte de la pintura. Soy el movimiento , el color , el sonido , la aventura y las emociones .
Concluyo con  otra afirmación de Oliver Sacks: "Quienes disfrutan de esta cualidad, poseen un elevado coeficiente intelectual, así como una gran inteligencia emocional".

Les dejo con una canción ¿sinestésica? de Joan Manuel Serrat.


Álvaro Valle me descubrió la sinestesia de Olivier Messiaen y me inspiró esta entrada.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Cartas de amor en la arena


Ya no se escriben cartas. No piensen que voy a dar la nota nostálgica, es una simple constatación. Si ya no escribimos cartas -como tampoco empleamos pluma y papel- es porque la tecnología ha superado ese arcaico y lento modo de comunicación. Primero fue el correo electrónico, una manera instantánea de hacer llegar una notificación, un saludo, una factura, cualquier cosa; después, o al mismo tiempo, llegaron los chats, donde, además de saludar, uno puede establecer una especie de diálogo con dos o trescientas personas a la vez. Lo último son los whatsapp.

Pero siempre que se gana algo, algo también se pierde. Uno escribía cartas a la familia, a los amigos, a la novia, incluso escribía cartas a los periódicos. La elaboración de una misiva no era cosa de un instante, uno se sentaba frente a la hoja de papel en blanco, empuñaba la pluma o el bolígrafo y se ponía a pensar. No había prisa, ya sabíamos que la carta tardaría por lo menos un día en llegar, así que merecía la pena detenerse a pensar lo que íbamos a escribir. Sobre todo si escribíamos al novio o a la novia, o simplemente a una chica que nos gustaba, aunque todavía no tuviera título. Esa elaboración sin premura hacía, creo yo, que el mensaje reflejara un sentimiento más profundo o una idea mejor pensada.

La máxima expresión de esta escritura eran las cartas de amor. Ahí uno se dejaba la piel escribiéndolas y se le ensanchaba el espíritu al recibirlas. Una vez terminada la carta, de la que muchos ensayos quedaban arrugados en la papelera, salía uno a la calle en busca del buzón más cercano. Eso, si tenía sello, que a veces había que pasar por el estanco. Dejábamos caer el sobre por la rendija, casi con pena de dejarlo escapar, y volvíamos a casa sabiendo que nos aguardaban días de incertidumbre. Dos días, tres, a veces cuatro, esperando que en nuestro casillero apareciera ese inconfundible sobre cuadrado o rectangular, confirmación certera de que nuestra novia o amiga no nos había olvidado. ¿Se imaginan escribir cartas de amor vía email? En ese reino de lo instantáneo no debe ser necesario complicarse tanto la vida. Primer mensaje: "Te quiero". Respuesta inmediata: "Yo también". Más práctico, no lo niego, pero no tiene nada que ver.

Hasta se concertaban compromisos de matrimonio a través de las cartas. Eran las antiguas bodas por poderes, que establecían el sagrado vínculo entre un indiano que estaba en Venezuela, por ejemplo, y una señorita de la provincia de Lugo. Estas personas que no se habían encontrado nunca y solo se conocían por las fotografías, ¿habrían podido enamorarse a través de las cartas? Pues por qué no, si las cartas eran apasionadas. Trasladen esta situación a la actualidad: ¿es posible enamorarse por correo electrónico, o por Facebook, o por cualquier dispositivo de internet?

Tampoco hay que olvidar que muchas obras de arte de la literatura se escribieron en torno a una correspondencia. "Drácula", de Bram Stocker, sin ir más lejos, es una novela en parte epistolar. ¿Se podría escribir una novela basada en correos electrónicos? No lo sé, pero seguro que alguien ya lo ha intentado.


El compositor lituano Georgs Pelēcis y el ruso Vladimir Martynov deben echar de menos la comunicación epistolar, porque han compuesto a dúo una serie de piezas para piano con el título Correspondence. Esta obra consta de 14 movimientos o cartas musicales que se dirigen el uno al otro. Así el primer fragmento es: De Pelecis a Martynov. El segundo, DeMartynov a Pelecis, y así sucesivamente hasta completar 10 cartas. Los siguientes cuatro fragmentos son postscriptum. Es una música deliciosa, minimalista, que les recomiendo escuchar.