sábado, 29 de agosto de 2015

Madrid, años 50.


Nicanora se había venido a Madrid para vivir con nosotros y cuidar a los niños. Para nosotros era la Tata, aunque mi madre siempre la llamaba Nica. Era una mujer muy bajita y delgada, que siempre se peinaba con moño y se vestía de negro. Antes de la guerra estuvo sirviendo en casas aristocráticas. En una de estas casas, donde se decía una misa privada a diario, había ejercido de capellana, y nos lo contaba con orgullo.




 Era una mujer muy religiosa, pero también muy culta aunque no hubiera estudiado. Me contaba historias de la Biblia que me fascinaban, como el paso del Mar Rojo o la historia de Judith o cómo destruyó el templo Sansón, cosas que yo ya sabía cuando me las enseñaron en el colegio. También me enseñó a recitar poesías, como el poema del Infante Vengador o Ya viene el Cortejo, y me contó todo lo del Cid Campeador y la conquista de América. Con la Tata aprendí a leer cuando tenía cuatro años. 





Esa humilde mujer, que se leía el ABC de cabo a rabo todos los días, fue lo más parecido a una abuela que he tenido; más que una abuela, en realidad, porque los abuelos tienen sus propios intereses y ella no tenía otro interés que sus niños. Nunca se separó de nosotros y vivió lúcida hasta los cien años. Tenía una Biblia de tapas grises que aún conservo.






Me hice amigo de un chico de mi edad que vivía en el tercero. Su padre era arquitecto o ingeniero, un hombre amable pero muy severo con sus hijos. Una vez, su hermana pequeña debió cometer alguna travesura imperdonable, y su padre, delante de nosotros, la colocó sobre sus rodillas, le subió la falda y la zurró a conciencia. Los azotes, y los aullidos de la niña, debieron ser tremendos, porque el suceso quedó grabado en mi memoria. Jugábamos, creo yo, a lo que juegan todos los niños, pero sobre todo disfrutábamos con los seriales radiofónicos. Todas las tardes, al regreso del colegio, bajaba a casa de Luis y escuchábamos la radio: Diego Valor, Dos Hombres buenos o Lo que nunca muere.






A los nueve años me metieron interno en un colegio, no sé muy bien por qué, ya que no era un niño díscolo. Pero en aquellos años todavía persistían los conceptos educativos estrictos y se pensaba que los internados endurecían a los jóvenes. Lo acepté (es un decir), aunque no entendía la necesidad de endurecerme.






Del internado solo podía salir los domingos. Me recogían por la mañana, pasaba el día con mis padres y por la noche regresaba al colegio. Lo habitual era que por la tarde, los tres mayores  fuéramos al cine con la Tata. Aunque había variaciones solíamos ir al Cine Oráa (que estaba en la calle General Oráa; como puede verse, un barrio de generales). Era un cine de sesión continua y tenía un programa doble, o triple, según la duración de las películas. Porque no era un cine de reestreno (como se llamaban antes los cines que exhibían películas que ya habían pasado por los cines de la Gran Vía), sino un cajón de sastre donde podían proyectar lo mismo películas mudas, en blanco y negro o en technicolor sin ningún criterio cronológico. Así pude ver muchas películas cortas de Charlot y de Oliver y Hardy, pero también joyas antiguas como "Pasión de los fuertes" (My darling Clementine) de John Ford, o "Los tambores de Fu Man Chu".








Por culpa de una de estas películas me rompí un hueso. El film en cuestión era "El Capitán O'Flynn", una película de capa y espada interpretada por Douglas Fairbanks Jr. Había una secuencia en la que el protagonista se evadía de sus perseguidores saltando de casa en casa con una especie de pértiga. Cuando volvimos a casa les pedí a mis dos hermanas que contemplaran como repetía la hazaña. A tal efecto situé dos sillas del comedor separadas. La idea era utilizar como pértiga el cepillo de barrer y saltar de una silla a otra. No contaba con que el parquet fuera tan resbaladizo, de manera que al tomar impulso, la silla de apoyo se fue hacia atrás y vergonzosamente di con mis huesos en el suelo. Me rompí la clavícula.

domingo, 23 de agosto de 2015

El portal del arco


Oigo con claridad la voz de mi padre: Es el portal del arco, dice. El taxista asiente y detiene el vehículo ante el portal señalado. Otras veces mi padre habría dicho: Es al lado de la casa que se cayó, y yo pienso que el derrumbamiento debió ser un suceso espectacular, aunque la obra estaba sin terminar y no hubo víctimas. Cuando se cayó la casa todavía no vivíamos en Madrid; ahora tengo siete años y la casa está reconstruida, pero siempre que oigo a mi padre hablar de ello trato de imaginar el derrumbe en todo su esplendor, como una emocionante secuencia cinematográfica. Mi padre nunca condujo un coche, siempre iba en taxi a todas partes y le daba al conductor indicaciones precisas: vamos a Hermanos Miralles 95, antes General Porlier. Entonces yo no sabía quién era el general Porlier ni quiénes eran los hermanos Miralles. Ahora le han devuelto su calle al general pero para mí esa calle siempre será Hermanos Miralles.

El portal del arco es un falso portal. Da acceso a una galería, más larga que ancha, a cuyos costados se abren los verdaderos portales, dos a cada lado. La galería, que a mí me recordaba un hangar, está dividida por columnas y dos largos maceteros donde nunca hubo flores. Había diversas opiniones: unos decían que era un portal con aire modernista; otros afirmaban que era feo sin paliativos. Con el paso de los años se ha vuelto original y ahora dicen que no hay que tocarlo, que está bien así. Nada más entrar, a la derecha, estaba el cubículo del portero, que vestía un uniforme gris o un mono azul, según el día, y cuando veía llegar a mi padre corría por el interior y le esperaba con la puerta del ascensor abierta y la gorra en la mano. Esto sólo lo hacía con mi padre y con algún otro vecino; con los chicos se comportaba de manera hosca y a veces nos increpaba a gritos cuando jugábamos a la pelota en el portal. Vivíamos en un quinto piso. Es un interior, solía decir mi  padre, pero como no han construido nada delante tiene mucha luz. Desde el balcón se veía un estanque rodeado de árboles y al fondo la calle del General Pardiñas, que siempre se ha llamado igual. Este general tuvo mejor suerte. A un lado del estanque había un taller con obreros y maquinaria y camiones que entraban y salían. Nunca supe para qué servía el taller, si reparaban cosas o construían algo, y ahora que el taller no existe y han levantado un edificio de color rosado siento añoranza de aquel taller misterioso. Recuerdo sobre todo el ruido, el estruendo de hierros y metales, de sierras mecánicas, de martillazos, y las voces de los obreros confundidas con el ruido. El taller formaba parte de la vida cotidiana: había momentos en que el ruido cesaba y uno sabía que eran las doce, la hora de comer de los obreros; o eran las siete, cuando terminaban de trabajar.


La casa era grande y estaba llena de rincones y de cortinas  para esconderse. No había un cuarto de estar, porque mi padre necesitaba un despacho, y la vida se hacía en el comedor, y si venía una visita se recibía también en el comedor. El pasillo terminaba en la cocina y en una pared del pasillo estaba colgado el teléfono, un modelo antiguo, con dos campanillas en la parte de arriba, como un despertador, y un gancho metálico para colgar el auricular. Me encantaba ese teléfono porque era igual o muy parecido a los que salían en las películas del Oeste, aunque le faltaba la manivela. Pero tenía una palanca que conmutaba con otro teléfono de mesa, que era donde lo cogían mis padres. La casa tenía una puerta de servicio que daba a un patio interior muy grande, recorrido por una galería con barandilla, adonde se abrían las puertas de servicio de otros pisos. Algo así como una corrala, aunque esta es una apreciación posterior, claro. A esa entrada se subía por un montacargas muy siniestro, era todo metálico con la puerta enrejada, también de hierro, como los que se veían en las películas de miedo, y era un poco temeroso porque el motor rechinaba y hacía un ruido tremendo, y subía muy despacio, con un ritmo entrecortado que no inspiraba confianza. A pesar de todo,  siempre que podía subía en el montacargas.

lunes, 17 de agosto de 2015

El fotógrafo del tiempo

Nicholas Nixon (1947-)
No se debe comparar la fotografía con la pintura, son distintas formas de expresión. Decir que la fotografía es un arte menor comparada con la pintura es caer en el mismo error. Excepto cuando intencionalmente las fotografías quieren parecerse a los cuadros: la foto de una puesta de sol puede gustar, pero cuando uno ha visto una puesta de sol fotografiada, ha visto mil; sin embargo, cada vez que Monet pintaba un crepúsculo estaba creando una obra diferente. 

La fotografía es la captura de lo instantáneo, esa fotografía que de pronto es un espejo de la vida en un instante. Miren las fotos de Kapa , de Cartier-Bresson o de Cristina Rodero. Otras fotografías son más elaboradas: estudian la profundidad de campo, la situación de las formas, las sombras, la luz, el color (si lo hay), de manera que el conjunto sea armónico o deliberadamente irreal. Todo esto debe estar en la mente del artista antes de oprimir el  disparador. Si el fotógrafo acierta, esa imagen nos dirá algo al contemplarla. La aproximación más cercana entre pintura y fotografía es el retrato, y tal vez con ventaja de la fotografía. En la captación justa de una mirada, de una sonrisa o un semblante desolado, es muchas veces más veraz la cámara fotográfica que un cuadro elaborado con lentitud.

Nicholas Nixon (Detroit, 1947) no se ajusta demasiado a estas reglas. Enfoca su cámara grande -un negativo de 8x10 pulgadas- como una manera de descubrir el mundo que le rodea en un momento determinado.

No le preocupa tanto la perfección técnica de la imagen, como expresar un sentimiento: el suyo propio o el del objeto que capta. Las fotografías de Nixon quieren convencernos  de que lo que estamos viendo es la verdad. (1)



Fotografía niños en escenas no preparadas que transmiten una difícil espontaneidad. 









O grupos de familia en los que puede haber seis o más personas que no parecen darse cuenta de que las están retratando. Sin embargo el sentido de la forma y la proporción que les da el fotógrafo, consigue que lo fortuito se convierta en inevitable.






Se introduce en el ambiente de los barrios marginales de Boston y Nueva York. 




Fotografía personas en los asilos de ancianos , ciegos , enfermos y moribundos.Más específicamente capta el dolor y la desesperanza de los enfermos de sida.








 A veces puede parecer un intruso cuando se acerca a la intimidad de la pareja, pero su mirada es honesta, alejada de cualquier propósito erótico.








Nixon pregunta: "¿Qué es el tiempo? ¿Cómo podemos vivir en este tiempo limitado que tenemos? ¿Cómo podemos ver las cosas y las personas en este tiempo? "  Y se contesta a sí mismo: ''El mundo es infinitamente más interesante que cualquiera de mis opiniones al respecto".


En 1974, Nicholas Nixon fotografió por primera vez a su mujer, Bebe, rodeada por sus hermanas (Bebe es la segunda por la derecha). Cada año repitió la misma fotografía, con la misma colocación de las mujeres, y todavía sigue haciéndolo. La secuencia contenida en este vídeo es un acercamiento tremendamente humano, y al mismo tiempo aterrador, al paso del tiempo.  


 1.- Salvo excepciones, Nixon no titula sus fotos. Muchas de estas series están expuestas en el MOMA de Nueva York y la Fraenkel Gallery de San Francisco.