martes, 26 de mayo de 2015

Una ola de calor

Londres, 1976.






"En Londres, en el verano de 1976, durante una ola de calor y una sequía legendarias, Robert Riordan, recientemente jubilado, sale de casa por la mañana, como todos los días, para comprar el periódico, pero esta vez no regresa". Este párrafo figura en el resumen editorial de la novela "Instrucciones para una ola de calor", de Maggie O'Farrell, (Salamandra, 2013).

A un servidor le encantan las desapariciones como elemento central de un relato de intriga, sin que esta preferencia suponga un menosprecio del entrañable cadáver, casi insustituible, de las novelas policiacas. Pero una desaparición se sale de los cauces habituales, tiene algo de número circense, está envuelta en un halo de misterio. La muerte tiene un destino único, inmutable; la desaparición, en cambio, sugiere un número incierto de destinos. Empecé a leer la novela con la idea de enfrentarme a un misterio indescifrable, pero a las pocas páginas comprendí que no estaba leyendo una novela de intriga.

Desde luego hay una desaparición, la de un padre de familia llamado Robert Riordan, y este hecho es el desencadenante de la acción, pero el relato no sigue los cauces habituales de una investigación policial. Lo que hace la autora es contarnos la vida y tribulaciones de una familia irlandesa en Londres y describir la actitud de sus miembros ante la desaparición del padre. Lo cual no importa nada, porque la novela está tan bien escrita que uno se olvida enseguida de su suposición inicial y se adentra con gusto en una trama costumbrista que relata las vivencias personales de la madre y los hijos, en el entorno difícil de los inmigrantes irlandeses católicos en la Inglaterra de los años 70. La novela se desarrolla a través de voces múltiples, cuyas vidas se remodelarán para afrontar el problema común de la ausencia del padre, y en la búsqueda se revelarán antiguos secretos de familia.

He disfrutado leyendo este libro en el que apenas pasan cosas, pero no se echan en falta. La prosa, sencilla sin excluir metáforas, me ha recordado a la canadiense Margaret Attwood. La escritora estructura bien su novela, mide adecuadamente los tiempos y describe con ternura a sus personajes. En ocasiones puede ser un tanto prolija en sus descripciones, pero es un defecto menor. La trama converge hacia un final, no inesperado, pero convincente. La elipsis final es muy acertada.









domingo, 24 de mayo de 2015

EL RINCÓN DE LA ÓPERA - TENORES LÍRICOS

Camille Pissarro. Avenue de l'Opera. 1898. Colección privada.

La voz de tenor lírico es la más frecuente y la mayoría de los compositores románticos escribieron sus óperas para este tipo de tenor. Es una voz más ancha y más potente que la del tenor ligero, adecuada para hacerse oír con orquestaciones de mayor envergadura. Su extensión es similar a la del tenor ligero, aunque con mayor dificultad para alcanzar notas sobreagudas y ejecutar las agilidades del bel canto. El talón de Aquiles del tenor lírico es el passagio  o registro de paso, una frontera imaginaria entre las notas bajas y altas. Canónicamente, el cantante emite el registro más bajo usando el pecho como resonador, la llamada voz de pecho,  y a partir de ciertas notas, variables en cada cantante, debe cambiar la resonancia a la cabeza (voce in maschera) para alcanzar el registro alto. Un passagio correcto es imperceptible para el oyente,  y ocurre cuando la voz consigue pasar pasar de un registro a otro sin perder el timbre. Muchas arias de Verdi se desarrollan en torno a esta frontera, de ahí que el canto verdiano haya entrañado siempre una dificultad añadida para los tenores. Un tenor modélico en este aspecto fue Carlo Bergonzi, y también Alfredo Kraus, aunque este último empleó en casi todas las notas la voz de cabeza. Por supuesto cada tenor ha solventado este escollo a su manera. Giusseppe Distefano siempre tuvo dificultades en el passagio por lo que solía cantar todo el registro con voz de pecho. Según los musicólogos esto acortó la vida de su voz, pero no su carrera, que fue dilatada, ya que el público olvidaba estos tecnicismos subyugado por la belleza deslumbrante de su voz.

El papel más emblemático de tenor lírico es probablemente el de Rodolfo en La Boheme, de Puccini. Ha habido grandes intérpretes de Rodolfo, pero sobre todo ha habido dos tenores que han alcanzado la excelencia: Beniamino Gigli, en los años

40 y 50, y Luciano Pavarotti en los años 70 hasta casi el final de su vida. Quien esto escribe, tuvo la fortuna de escuchar a Pavarotti en 1989, en el Metropolitan de Nueva York, cantando Rigoletto. Fue una experiencia irrepetible (ese mismo día los periódicos anunciaban la caída del Muro de Berlín). Grandes tenores líricos han sido Miguel Fleta, Jussi Björling, Giusseppe Distefano, Francisco Araiza, Jaume Aragall y Nicolai Gedda, por citar algunos.

En el primer vídeo oiremos a Luciano Pavarotti cantando Che gelida manina, de La Bohème, de Giacomo Puccini, en la grabación de 1973, con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan. Una interpretación, para mí, insuperable.




Una variedad dentro de esta categoría es el tenor lírico-spinto. Spinto viene del verbo italiano spingere, empujar, en este caso empujar la voz. Esta voz fue necesaria para interpretar la ópera verista, aplicación del verismo literario de Zola o Ibsen al género lírico, con obras tan características como Carmen, de Bizet, o Cavallería Rusticana, de Leoncavallo. Estos papeles exigían pasión e impulso dramático al tenor, cuyo canto discurría sobre todo en el registro medio, siendo necesario empujar o forzar la voz para no ser tapado por la orquesta. Uno de los primeros spintos fue Enrico Caruso, probablemente el tenor más carismático de la historia. Otros spintos famosos han sido el mencionado Bergonzi, Plácido Domingo y en la actualidad el alemán Jonas Kaufmann.

Pero sí no el mejor, sí el más extraordinario tenor lirico-spinto fue Franco Corelli (1921-2003). Venía de la escuela baritonal y tenía la voz más extensa que se recuerde en un tenor. Fue en parte autodidacta y su voz, según los musicólogos, tenía graves defectos. Pero la belleza de su timbre y la arrolladora pasión de su canto compensaba cualquier deficiencia técnica. Era además un hombre apuesto y aceptable actor, aunque le perdía un miedo escénico irrefrenable que nunca llegó a controlar. Se cuenta que en una representación de Il Trovatore, de Giuseppe Verdi, advirtió, en un palco contiguo al escenario,  un gesto de desagrado en un espectador. Con gran indignación Corelli saltó al palco y acometió al espectador con su espada. De attrezzo, claro. El 28 de septiembre de 1968 debía cantar en el Metropolitan de Nueva York la ópera Adriana Lecouvreur, de Cilea. Debido a una indisposición (o por miedo, quién sabe) no pudo actuar y fue sustituido por un cantante, poco conocido entonces, llamado Plácido Domingo.

Escuchemos a Franco Corelli, en una grabación de 1962, cantando Nessun dorma, de Turandot, también de Puccini. Admirables sus diminuendi y un fiatto al final del aria casi sobrenatural.

jueves, 21 de mayo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 16 Y 17

In the street. Fotografía de Mercedes Vall Viñuela

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                                AUTOPISTA PARIS-BURDEOS, 10 DE SEPTIEMBRE



Habían dejado atrás París y el señor Osborne conducía relajadamente. En contra de lo previsto, el niño no había dado excesivo quehacer. Había dormido casi todo el tiempo, despertándose sólo en demanda de alimento. El señor Osborne se alegraba; hubiera tenido reparo de emplear tranquilizantes con el niño. Por lo demás, Silvia se había comportado magníficamente y demostraba que conocía el oficio; también se alegraba por eso. El señor Osborne sentía un optimismo moderado. Sabía que un exceso de optimismo era contraproducente en su trabajo; la mente debía permanecer alerta en todo momento, fríamente preparada para afrontar cualquier imprevisto. Al mismo tiempo sentía revivir antiguas sensaciones, ese extraño cosquilleo que precede a la acción.

Su compañera no había sido curiosa acerca del paquete traído desde Amsterdam. Mientras ella preparaba el equipaje el señor Osborne había sacado al niño de la cuna y, con suma delicadeza, lo había dejado sobre la cama. Luego había colocado el envoltorio en el fondo de la cuna y lo había cubierto con las ropas, alisándolo de manera que no se produjesen desniveles significativos. Había acostado de nuevo al pequeño, que no pareció sentirse incómodo. Una vez cerrada la cremallera sólo era visible la cabecita del niño y nada hacía suponer que allí había algo escondido. Silvia había presenciado la operación sin hacer ningún comentario.



Conforme se alejaban de Bélgica el clima se hizo más agradable. En aquel momento, cincuenta kilómetros al sur de París, el sol se desembarazó de las nubes y comenzó a brillar. No tenía intención el señor Osborne de hacer el viaje de un tirón, pese a que deseaba llegar cuanto antes a su punto de destino; pero también sabía que la precipitación es un error de principiante y el señor Osborne era todo menos eso. Con un punto de inquietud advirtió que acaso actuaba con excesiva minuciosidad -se felicitaba a cada momento por su destreza en prevenir contratiempos-, y se preguntó si esa actitud no revelaría, en el fondo, un oculto sentimiento de inseguridad. Le asaltó de nuevo el fantasma de la vejez, pero se dijo que, a fin de cuentas, lo que contaba eran los resultados. Echó una ojeada ala siento posterior. El pequeño estaba despierto y jugaba con un sonajero. Procuró alejar de su mente todo pensamiento pesimista; sin duda, viejo o joven, la suerte le acompañaba por el momento. Conectó la radio del coche y sonrió a su compañera. Pensaba dormir en Burdeos y continuar a primera hora del día siguiente hasta la frontera española. El señor Osborne se concentró en el verdor de la campiña y pensó que, después de todo, era el último y definitivo trabajo de esta índole que pensaba efectuar.




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                                                             REENCUENTRO


Necesitaba estar solo y mezclarme con la gente como un desocupado más. Quería callejear, detenerme ante los escaparates, pisar aceras, sumarme a un ambiente ajeno, olvidar, siquiera momentáneamente, el absurdo que me envolvía. La soledad había sido insoportable al principio y de no ser por los muchachos mi huida hubiera sido breve. Gracias a ellos me sentía con ánimo para llevar a cabo una empresa descabellada, pero sin duda esperanzadora. Lo cierto era que, en las últimas horas, apenas había pensado por mí mismo. Al margen de una innegable confusión, ¿qué sentía en aquel momento? Sobre todas las cosas tenía una intensa sensación de inminencia: como si todos mis proyectos fueran a frustrarse en el instante siguiente, y en cualquier momento alguien pudiera tocar mi hombro y me conminase a darme preso. También tenía miedo. No un pánico incontrolado como el que me había dominado al descubrir el cadáver de Artemisa, pero sí un temor oscuro y persistente que no conseguía neutralizar. Advertí que bajo el miedo latía un incómodo desasosiego, un fastidio creado por la alteración inesperada de los acontecimientos. Era ridículo, pero me molestaba que alguien desconocido hubiera perturbado el planteamiento inicial. ¿Con qué derecho alteraban mi aventura? Porque no sólo me sentía amenazado, sino que no sabía bien qué hacer. Era extraño inquietarse por algo tan banal en mis circunstancias, quizás fuese un recurso mental inconsciente para desviar mi atención hacia cosas más tangibles. Sí, era preciso pensar despacio y adoptar una actitud propia, no ser un mero espectador de cuanto me sucedía. Debía existir un punto de ruptura, un giro lógico que introdujera alguna coherencia en los hechos. Yo no me sentía capaz de hacer un análisis frío de la situación y los chicos sólo veían las cosas bajo la óptica de la aventura. Era necesario encontrar a alguien con sentido común capaz de enfocar con sensatez el asunto. Entonces pensé en Marta.



Consideré la idea: Marta como oposición a mis fantasías, lo metódico frente a lo imaginativo. Era una posibilidad. Supuse que también deseaba ver a Marta por otras razones. Revivió en mí la sensación de cosa no resuelta que siempre me mortificaba al evocarla. A lo largo del tiempo, el temor o el cansancio de enfrentar algo que nunca había entendido del todo, me habían convencido de que era mejor no volver a verla. Durante más de dos años había bloqueado mentalmente el asunto y tratado de alejar de mí todo lo que pudiera desequilibrar mi nueva vida. Y ahora, cuando lo que estaba en juego era mi supervivencia, sentía la necesidad urgente de descubrir el por qué de nuestro fracaso.

Tampoco me sorprendió demasiado llegar a esa conclusión en un momento en que la contradicción y la paradoja estaban a la orden del día. Decidí actuar de inmediato. Marta era directora de relaciones públicas de una empresa y confié en que a aquella hora no fuera imposible localizarla. Consulté mi agenda y busqué una cabina telefónica. Ella misma contestó a la llamada.

-¡Adrián, qué sorpresa!
-Estoy en Madrid, Marta, y me gustaría verte. ¿Podemos comer juntos?
-Espera un momento... Sí, ningún problema. Dentro de dos horas, ¿te parece bien?
-Perfecto. Hasta luego, Marta.

Me abstuve de sugerir alguno de los lugares frecuentados en otro tiempo (ni siquiera sabía si existirían) y Marta escogió un pequeño restaurante próximo a su oficina. Uno frente al otro, nos contemplamos en silencio. Estaba más delgada y se peinaba de otro modo, pero era ella misma: el cabello negro brillante, los rasgos angulosos, la boca ancha, invariable también la luz oscura de sus ojos y la forma sensual, inconfundible, de moverse, de echar hacia atrás la cabeza y apartarse el pelo de la cara. Pensé en la lucha demoledora, en la crispación de aquellos días y me entristeció la evidencia súbita del tiempo perdido. Toda su vida después de mí, tan irrecuperable ya, llena de emociones, de rutinas, de proyectos, que yo había dejado de compartir.

-Estás igual, Marta.
-Tú tampoco has cambiado mucho.
-Ha sido un error no vernos en estos años y sé que soy el más culpable.
-A veces es necesario que pase el tiempo.

Ella frente a mí, mirándome con suavidad, demoliendo el pasado, apartando de mi mente otras cosas, invadiéndome con su presencia.

-¿Cómo van tus cosas, Adrián?
-No me van mal.
-¿Pero estás a gusto? Cuéntame de tu vida.

Le hablé de la serenidad, del sosiego, de la soledad, tal vez de la nostalgia. No sabía qué impresión quería causar en Marta. No deseaba dar una imagen resignada y conformista con añoranzas del pasado, ni me parecía honesto mentirle y decir que había alcanzado la paz y que las cosas habían sido como tenían que ser. Pero por encima de las otras cosas, quería saber qué quedaba de mí en ella.

sábado, 16 de mayo de 2015

Los cines de la Gran Vía

Cuando en este blog aparecen fotos que no son mías, siempre intento dar el nombre de su autor, y si son antiguas, quién las ha recopilado, o al menos quién me las envió. Nada de esto puedo decir en esta entrada, pero no dejaré por ello de agradecer el envío a mi anónimo comunicante. 














































jueves, 14 de mayo de 2015

Sexo, mentiras y cintas de vídeo


Tengo que votar. Me lo han repetido muchas veces: la abstención favorece a los grandes partidos, si no votas no puedes protestar... en fin, los preceptos del catecismo democrático. Así que tengo que votar, pero ¿a quién? Abro la ventana, observo el panorama electoral de mi país, cierro los ojos, los vuelvo a abrir. Cierro la ventana. La gente está endemoniada con los políticos. Con razón. Pero ser político, o sea dedicarse a la política, no es necesariamente malo (a lo mejor debería tachar esto último). Puede que haya políticos buenos en algún lugar, en algún tiempo... (creo que lo voy a tachar todo). Lo incuestionable es que ÉSTOS, los de ahora, son malísimos, peores imposible. No es que sean corruptos, que también, o mentirosos o canallas o incultos (Wert) o melifluos (Rajoy) ... es que no saben ser políticos, son absolutamente ineptos para desempeñar su trabajo. ¿Qué pasaría si pusiéramos a un veterinario a construir edificios y a un arquitecto a curar animalitos? Un desastre, claro. Pues esto es lo que hacen nuestros políticos, poner a Wert de ministro de cultura, por ejemplo. ¿Cabe mayor desatino? La incompetencia, Carmen, la incompetencia, que decía Franco (Juan Diego) en "Dragon Rapide", (Camino, 1986).

Tengo que votar, lo he prometido. ¿Pero a quién? Pasemos lista a ver que sale. El PP, cinematográficamente hablando, sería "Apocalypse Now" (Coppola, 1979) o "El Crepúsculo de los Dioses" (Wilder, 1950); además, entre sus filas están Bárcenas, "La gran evasión" (Sturges, 1963), Aznar "El Halcón Maltés" (Huston, 1941) y la trama Gürtel "Por un puñado de dólares" (Leone, 1964). Así que al PP no, pasemos a otro. Siguiendo con las analogías cinematográficas el PSOE podría ser "Lo que el viento se llevó" (Fleming, 1939) o "Hay un camino a la derecha" (Rovira Veleta, 1953), y su jefe, Pedro Sánchez, "Caballero sin espada" (Capra, 1939). Sin olvidar los reinados de Zapatero, "Forrest Gump" (Zemeckis, 1994) y González "El temible burlón" (Siodmak, 1952), y la gran esperanza del partido, Susana Díaz, "Horizontes de grandeza" (Wyler, 1958). Podría ser una alternativa, pero no me convence del todo.

Dejando a los nuevos para el final, nos quedan Izquierda Unida, "Odio entre hermanos" (Mankiewycz,1949), y UP y D, "En busca del arca perdida" (Spielberg, 1981), con la desafortunada Rosa Díez "Con la muerte en los talones" (Hitchcock, 1959). No parece un voto muy útil, pero nunca se sabe. ¿Y qué películas adjudicar a los recién llegados? En el caso de Ciudadanos está claro, "Sospechosos habituales" (Singer, 1995), porque  en sus filas "to er mundo e bueno", y  a su líder, el jovencito Ribera, le podríamos asimilar a "El extraño caso del Dr. Jekyll" (Fleming, 1941). Y nos queda Podemos, que en este tipo de analogías es una mina. Fíjense, Podemos se nos va derechito a "El enigma de otro mundo" (Hawks,Nyby, 1951) o a "El reino de los cielos" (Scott, 2005). Y de sus dirigentes no hablemos: Iglesias, "Solo ante el peligro" (Zinnemann, 1952)  y Monedero "El tercer hombre" (Reed, 1949).


La conclusión es que no hay conclusión. Iré a votar, porque es mi deber, pero luego me iré al cine.

viernes, 8 de mayo de 2015

EL RINCÓN DE LA ÓPERA - TENORES LIGEROS

La Bohéme. Acto II. Escenografía Franco Zefirelli.

Aunque los académicos distinguen la voz del tenor ligero de la voz del lírico, son muy escasos los ejemplos de cantantes que únicamente hayan cantado en una de estas dos categorías. Lo más frecuente en esta tesitura es el tenor lírico-ligero, cuya voz se adapta a ambos cometidos. La voz de estos tenores es la más aguda y ágil, aunque no muy potente, y es la más adecuada para el bel canto, ya que en estas óperas la orquestación es pequeña. El tenor ligero puro se denomina también tenore di grazia y su más genuino representante fue Tito Schipa. Estas voces son capaces emitir sobreagudos, es decir sobrepasar el Do5 (do de pecho) y alcanzar el Do#5 y el re natural. En el aria de Arturo credeasi, misera, de I Puritani, Bellini escribió un Fa5, nota inalcanzable con voz de pecho, aunque la historia cuenta que el tenor Rubini sí la alcanzó, pero naturalmente no hay grabación del suceso. Los cantantes modernos obvian esa nota diabólica y se conforman con emitir un Re sobreagudo. En una grabación dirigida por Bonynge Pavarotti cantó el Fa5 en falsete, pero no resultó muy convincente. Veamos dos ejemplos de este tipo de tenor.

En el primer vídeo escuchamos a Alfredo Kraus en el aria Spirto gentil, de La Favorita de Donnizetti. El fraseo, la regulación, la emisión y el squillante agudo son admirables en esta grabación, sin que se aprecie la nasalidad que a veces afeaba el canto del tenor. Fijense en  la regulación y el legato de la voz al enlazar d'onta mortal ohime, ohime...con Spirto gentil ne' sogni miei. Justo ahí respira.En cualquier caso Kraus fue un cantante más técnico que pasional, y entusiasmó más a los musicólogos que a las multitudes.


El segundo vídeo corre a cargo del peruano Juan Diego Florez, la mejor voz lírico-ligera de la actualidad. Parece seguir una carrera parecida a Alfredo Kraus, en el sentido de no abandonar el repertorio lírico para no oscurecer el timbre y prolongar así la vida de su voz. La técnica de Florez es magnífica, aunque sin llegar por el momento a la maestría de Kraus. Sin embargo el color y el timbre de su voz son más bellos. Escúchenlo cantar A te o cara, de I Puritani, de Bellini. Si en la grabación no se ha bajado medio tono la tonalidad (lo cual ocurre con demasiada frecuencia cuando se canta en directo), el agudo es un Do#5, que Juan Diego afronta con insultante facilidad.