martes, 29 de julio de 2014

Frutos rojos


The End

Hay cantantes de una sola canción como hay novelistas de una sola novela. Esto no quiere decir que el cantante o el escritor no tengan en su haber otras músicas o literaturas, sino que, de todas ellas, solo una se elevó sobre  las demás y se convirtió en eterna. Earl Grant (1931-1970) fue un músico y ocasional vocalista no muy conocido, ni siquiera para la gente de mi edad. Era un músico de escuela, interprete de piano y órgano, que rara vez hacía oír su voz, y las pocas veces que cantaba lo hacía en el estilo de Nat King Cole y los crooners de su época. Pero en 1958 grabó un single para la compañía Decca que daría un vuelco total a su casi anónima carrera. Era una canción pop, llamada "The End", compuesta por  Jimmy Krondes y Sid Jacobson. Krondes, el autor de la música, fue también un músico de una sola canción, ya que todo lo que compuso antes o después no alcanzó ni de lejos el éxito de "The End". Por el contrario, Sid Jacobson, el autor de la letra, es un conocido escritor americano especializado en literatura infantil (es el creador del fantasmita "Casper") que en los años 50-60 le dio por escribir canciones para artistas famosos como Frankie Avalon ("A boy without a girl") o Dion and the Belmonts.


"The End" fue un éxito inmediato que alcanzó enseguida el séptimo lugar en el Billboard Hot 100. Su eco no se ha olvidado en nuestros días. No es fácil comprender por qué Earl Grant fue tan reticente a la hora de cantar, ya que su voz era cálida, un poco agreste, y carecía del almíbar característico de los mencionados crooners. Además de cantar, en "The End" también tocaba su órgano Hammond. Murió a los 39 años en un accidente de coche.


domingo, 27 de julio de 2014

Relajación I y II


Dedicado a Marta Casanova

Hazañas Bélicas

Cuando yo era niño había un tebeo muy popular llamado Hazañas Bélicas, que dibujaba Boixcar (Guillermo Sánchez Boix, Barcelona, 1917-1960). La temática de estas historietas (es demasiado antiguo para llamarlo comic) versaba monográficamente sobre la Segunda Guerra Mundial. Los dibujos de Boixcar, a plumilla y tinta china, sin empleo de tramas, eran excelentes, sobre todo por la exactitud con que reproducía el armamento (tanques, aviones, buques, cañones, etcétera) de las naciones implicadas en el conflicto. Otra cosa eran los argumentos. Dado que vivíamos en una dictadura y existía la censura, las historias se ajustaban hábilmente a las preferencias del régimen. Si el cuadernillo contaba una aventura de la contienda entre Alemania y Rusia, invariablemente los alemanes eran buenos y los rusos malos; pero si la lucha era entre Alemanes y Norteamericanos, ambos contendientes eran buenos y peleaban con nobleza (Franco siempre miró de reojo a los Estados Unidos). Los japoneses eran malísimos en cualquier circunstancia.

Ahora, aunque los contendientes son otros y las guerras se hacen de otra manera, sigue existiendo una ambigüedad semejante, con un grado de cinismo e hipocresía muy superior a los ingenuos relatos de Hazañas Bélicas. Cuando los afganos luchaban contra los soviéticos, eran buenos y EEUU les proporcionaba armas; pero cuando, libres de los rusos, se convirtieron en talibanes resultó que encarnaban el mal y había que aniquilarlos. Después del 11-S todo lo árabe se convirtió en diabólico, con excepción de Arabia Saudita y otros emiratos, cuyos negocios con Norteamérica había que preservar. Los musulmanes que se rebelaron contra Gadafi eran buenos y recibieron ayuda bélica; pero en Siria no se sabe quiénes son los malos y los buenos, si los rebeldes o los gobernantes, porque nadie interviene y les dejan que se exterminen entre sí.

El conflicto más representativo de la doble moral que nos invade, y también el más antiguo, es el contencioso Palestino-Israelí. Para Occidente, los miembros de Hamás son terroristas, Israel es un estado democrático y la Autoridad Palestina no se sabe qué es. Más o menos las cosas ocurren así: Hamás lanza un cohete y mata a un judío; Israel replica con un bombardeo y mata a dos o tres terroristas y 200 civiles. El gobierno norteamericano dice: "Israel tiene derecho a defenderse"; la UE afirma: " La respuesta es desproporcionada"; los líderes mundiales dicen: "Hay que negociar".  Y aquí se acaba la historia: los palestinos entierran a sus muertos, Obama se va a jugar al golf y Netanyahu autoriza nuevos asentamientos. Luego Hamás lanza otro cohete y todo vuelve a empezar. Resultado final: 1.400 palestinos y 13 israelíes muertos. ¿Solución? Ninguna. Hamás no abandonará su liderazgo ni reconocerá a Israel como estado. Por su parte los israelíes nunca reconocerán un estado palestino, con la excusa de que estaría liderado por Hamás. El señor Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, no sabe/no contesta.


¿Quiénes serían, para el dibujante Boixcar, los buenos y los malos en estas nuevas Hazañas Bélicas?

lunes, 14 de julio de 2014

Rompiente


Thriller


La escritora Louise Doughty

Cuando hablamos de literatura de evasión nos referimos a novelas cuyo propósito es facilitarnos la huida de la desagradable realidad que nos rodea. Aunque, si bien se mira, cualquier ficción es en sí misma una evasión. Pero bueno, hay expresiones que se consolidan por el uso y lo mejor es aceptarlas. Lo injusto, desde mi punto de vista, es que los puristas consideren toda la literatura de evasión como un género menor. A ver quién se atreve a discutir la calidad literaria de "La Isla del Tesoro", por ejemplo, novela de evasión donde las haya.

El paradigma de este tipo de literatura ha sido siempre la novela
policíaca, aunque ahora nos da por llamarla thriller. El último grito es el thriller psicológico, que parece referirse a un thriller en el que no hay cadáver (y si lo hay es poco importante) y lo que estremece en realidad es la aberrante mentalidad de los personajes o tal vez del autor. Así se califican las novelas de la escritora inglesa de etnia romaní Louise Doughty. Tiene dos libros traducidos a nuestro idioma, "Lo que más quieres" (Whatever You Love, 2010) y "En el momento equivocado (Apple Tree Yard, 2013)". Debo reconocer que ambos me han impresionado y no de la manera convencional, porque la habitual trama policíaca en estos relatos es casi secundaria. Lo que la autora quiere, y consigue, es profundizar hasta lo más hondo de dos mujeres enfrentadas a un suceso fortuito que cambiará sus vidas: una madre aturdida por un terrible dolor y un invencible deseo de venganza, en la primera novela, y una prestigiosa científica cuya vida ordenada escapa de pronto de su control y se ve abocada a consecuencias indeseables, en la segunda novela. 

 Doughty escribe sin concesiones: fuerza hasta el límite la crudeza de cada descripción, sin ningún reparo moral o sexual, lo que puede llegar a herir la sensibilidad de algún lector, pero sin duda nos lleva con el alma en vilo hasta el desenlace final. Que las dos novelas mantienen la tensión de principio a fin es indiscutible, pero ¿es creíble lo que Louise nos cuenta? A mi modo de ver la autora se mueve en ese difícil equilibrio entre lo plausible y lo grotesco, que en algún momento puede desilusionar al lector o incluso provocar su rechazo en determinadas secuencias. Por decirlo de alguna manera, Louise Doughty parece mejor escritora mientras uno está leyendo, que cuando ha concluido. Por eso sobre esta escritora hay opiniones encontradas. Yo creo que "Lo que más quieres"-la más dura- es mejor novela, pero sin despreciar para nada "En el momento equivocado"-la más erótica. Es solo una opinión, pero siempre es refrescante leer algo que escapa a la monotonía habitual.

Como es habitual en autores extranjeros, si las novelas de prueba no tienen éxito comercial, no vuelven a traducirse más libros suyos.

miércoles, 9 de julio de 2014

En el azul


Leila

Mira, yo no soy quién para decir cómo escribe nadie, ni lo que pretende empleando esas palabras, que tal vez han sido pensadas muchas horas o han brotado de pronto como una queja o un sentimiento; solo sé que, de tarde en tarde, me asalta una escritura inesperada que es como un regalo, un comienzo diferente del día que empieza, y siempre la lectura de esas palabras me sabe a poco, porque quisiera que quien escribe lo siguiera haciendo, que continuara esparciendo una voz distinta que cuenta cosas, o no cuenta nada, qué más da; aunque sé que me equivoco, porque no se puede alargar un poema que es como es, cerrado en sí mismo, aunque sea imperfecto, ni tampoco se pueden alargar más las palabras porque ya serían otras y tendrían otra música; pero qué bien que esto ocurra, aunque sea de tarde en tarde, que haya alguien que rompa la monotonía diaria de lo que se escribe, de lo que leemos cada mañana, y uno pueda esperar que ese momento especial se repita cualquier día. 

lunes, 7 de julio de 2014

Buganvilia


La noche del domingo

Hace no mucho (hace no mucho pueden ser dos o tres años) me reuní con unos compañeros de colegio. A alguno lo había visto ocasionalmente, pero a Jaime Hernando, que había sido mi compañero de habitación en el internado, no lo había visto en casi 50 años. Tanto es así, que dudé de que nos reconociéramos, y al acercarme al punto de encuentro, una terraza veraniega, le llamé por el móvil para anunciar mi llegada. Desde lejos, su voz disipó mis dudas: "Ya te veo, dijo Jaime, esa forma de andar es inconfundible". Yo casi había olvidado mi forma de andar, inconfundible en efecto, porque entre adultos no es correcto comentar los defectos ajenos, pero los niños disfrutan señalando sin complejo de culpa las peculiaridades de sus amigos. Me vinieron a la memoria apodos colegiales olvidados como "pata chula", "tuercebotas" o "cabeza buque" y sentí en el pecho una nostalgia especial.

No me extrañó que la reunión fuera cálida y espontanea, ni que la conversación fuera fluida como si nos hubiéramos visto anteayer. Los afectos que nacen en la infancia deben anclarse en un puñado de neuronas vírgenes que, a lo largo de la vida, se niegan a ser reutilizadas bajo ningún concepto para otras funciones. Mi colegio, la Institución San Isidoro, ya no existe. Era un colegio de posguerra, para huérfanos de periodistas, que se financiaba con 5 céntimos del costo de cada periódico que se vendía en toda España una vez al año. El colegio admitía también a hijos de periodistas vivos, como era mi caso, para financiarse mejor. Jaime, sin embargo, era huérfano. Cuando yo tenía 9 años mis padres me internaron en San Isidoro; supongo que por ninguna razón especial, salvo que en aquella época se consideraba el internado la mejor opción pedagógica. A lo largo de todo el bachillerato Jaime Hernando fue mi compañero de habitación y nuestras peripecias llenarían un libro de muchas páginas. A los internos se nos permitía  salir los domingos, y lo más frecuente en mi caso era consumir la tarde dominical viendo un programa doble en un cine de barrio; después, me despedía de mis padres y regresaba a dormir al colegio. Entonces, según me recordó Jaime, después de la cena, comenzaba el espectáculo.

Al parecer, en esos años, tenía yo una memoria excepcional y unas notables aptitudes interpretativas, de manera que, subrepticiamente, apagadas ya las luces de los dormitorios, un grupo de chicos se reunía en torno a mi persona para que les contase la película que acababa de ver. Según Jaime no solo narraba el argumento sino que interpretaba el diálogo exacto de los personajes con la entonación adecuada de cada uno, fuera el bueno, el malo o la chica quien hablaba, sin olvidar las obligadas onomatopeyas para acentuar el realismo del relato. De hecho hubo películas, más emocionantes o mejor contadas, que tuve que repetir dos y tres veces. Yo recordaba vagamente aquellas sesiones, pero no la expectación que despertaban, ahora evocada con asombro por mi amigo. Nunca imaginé que de niño hubiera sido un "hablador", en el sentido más homérico del término. Con los años, en la noche del domingo, debimos olvidar el cine para hablar de asuntos más candentes: las primeras chicas, los primeros besos, las primeras caricias. Pero eso ya es otra historia.


Este es el comienzo de una película contada muchas veces. Maravillosa música de Victor Young.


viernes, 4 de julio de 2014

Sonrisa


Internet y los nudistas

Andan muy revueltos los opinadores mediáticos y demás custodios de las buenas costumbres con el asunto de la privacidad en Internet. Se quejan de la manipulación de nuestros datos personales por parte de las redes sociales y reclaman regulaciones legislativas. Cuesta creer que esos sabios comentaristas no hayan comprendido aún el significado de las nuevas tecnologías. Internet- y todas sus aplicaciones subsidiarias- es un mundo nuevo que ha barrido los esquemas sociales, los derechos y las leyes, vigentes hasta hace unos años; es un cambio en nuestra percepción del mundo tan grande como el que supuso el descubrimiento de la Teoría de la Relatividad o la Física Cuántica. Y sin embargo es algo mucho más simple: Internet es información. Trillones y trillones de bits de información. Lo cual no es ninguna novedad: toda la cultura del ser humano, desde el Paleolítico hasta ayer, está basada en la información; desde las pinturas rupestres hasta el último wassap, todo es información transmitida durante milenios en distintos soportes físicos.


Si usted quiere preservar su intimidad, bórrese de Facebook, de Twitter y de su cuenta de correo electrónico, no utilice su tarjeta de crédito y sobre todo no navegue por la red, porque allá donde entre dejará huellas indelebles de su identidad. O si quiere ser más drástico, tire a la basura su ordenador y regale su smartphone. Miren, por poner una analogía, Internet es como una playa nudista: si usted la frecuenta no se queje de que le vean el culo.